El rock vuelto una metáfora correcta
Presentada en Cannes el año pasado, el film es un musical prolijo que no asume el pleito que erige: el rock y el cine podrían cambiar el mundo
El rock en la Unión Soviética, con el escenario y fecha puestos en Leningrado circa años '80. Fascinación aparte por la década, tan atravesada por la narrativa actual, el ámbito sonoro y geográfico suscita, cuanto menos, curiosidad. La cual puede traducirse tranquilamente en avidez, si a ello se suman los nombres de Dylan, Bowie, Sex Pistols, Reed, con canciones que resuenan y agregan colores a un mundo en blanco y negro.
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De este modo, Leto invoca un momento histórico que es también elección genérica consciente, con relación afín al cine musical. Entre canciones propias y versiones de temas célebres, la película de Kirill Serebrennikov -partícipe de la Palma de Oro en Cannes el año pasado- hace bascular su música así como el triángulo amoroso que le sirve de argumento. De esta manera, el encuentro y desencuentro afectivo se traduce en el pleito entre el idioma de cuna y el inglés, contenido en la lírica de los músicos admirados. Cuando estas canciones se escuchen, será el momento de dejar a la película volar de manera consciente, para que el gris cotidiano estalle en rayaduras, animaciones, ecos avant-garde. El resultado no está lejos de ser el de un remedo del video-clip, pero también instancia precisa, que es marca de género para todo espectador familiarizado con el cine musical.
Desde lo argumental, como se decía, el film de Serebrennikov plantea un triángulo con vértice en la pareja de un rocker (apenas) "consagrado" y un cantor urbano en la búsqueda de un sonido propio. Los comportamientos, vigilados por la institución, y una elección de vida familiar, hacen que Natasha (Irina Starshenbaum) no pueda conciliar su deseo. Aun cuando con Mayk (Roma Zver) no guarden secretos entre sí, la posibilidad de un affaire pone en tensión el vínculo y las decisiones.
Leto invoca un momento histórico que es también elección genérica consciente, con relación afín al cine musical.
No se trata de un film que acentúe tales cuestiones o se detenga allí, sino que las esboza como sostén de un relato al que adosa un contexto sonoro, en el cual el rock comienza a ser perseguido en vinilos que descubren a sus escuchas un mundo de asombro. Una sorpresa que quedará manifiestamente controlada desde la secuencia primera, en cuyo recital la euforia del público debe someterse al cuerpo quieto, sentado, sin carteles y sólo aplausos.
Es en esta transición de mundo donde se asienta Leto ("Verano", como un momento de esplendor que la película subraya y luego añora). Es allí en donde convive el rock autóctono de Mayk (confesamente atravesado por los músicos descubiertos pero también conscientemente intimidado) junto a las baladas y canciones más concretas ("infantiles", le dirán) de Viktor (Teo Yu). Entre los dos, el diálogo musical y la amistad fungen como resortes del drama y del cambio de época. Entre los dos, también, el amor sonámbulo de Natasha. Como si fuese el flirteo que despierta en uno y otro las pulsiones musicales necesarias.
De todos modos, Leto no termina por conformar ni mucho menos. Si la virtud está puesta en la elección temática o musical, desde ya que ésta no puede ser suficiente. En tal caso, no hay más que una evidente manifestación del rock como música subversiva. Lo dicho no es menor. Lo que pasa es que para realmente plasmar algo semejante, es la película quien debe serlo. En ese sentido, Leto sólo puede codearse y pensarse desde el lugar que le corresponde, y éste no es otro más que el cine mismo. En tal caso, habría que pensar cuál es la relación subversiva -con la música como engranaje de esencia- que este film guarda con otros, como Tommy o Easy Rider. Y lo cierto es que hay poco o nada que le vincule. En otras palabras, Leto está más cerca de experiencias "musicales" como Casi famosos, de Cameron Crowe, y otras -casi abominables- como A través del universo, de Julie Taymor, con música beatle reversionada y anudada como argumento.
De esta manera, no hay asunción problemática, mientras que sí una anécdota prudentemente relatada y retratada, con la corrección política del caso. De este modo, poco podrá objetarse a un mundo social gris, en donde los jóvenes buscan su lugar y chocan con la música. Por eso, no faltará la escena que ponga en palabras lo que generacionalmente ya está claro, con la policía vuelta gendarme de un orden vetusto al que resguarda con palazos. El momento, a bordo de un tren, es excusa para la implosión impostada de la canción "Psycho Killer". El punk surge y lo hace de una manera tan premeditada como, por eso mismo, anti-punk.
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En efecto, Leto es toda impostura. Sus secuencias "musicales" tienden a ser subrayadas como golpes de efecto, tendientes a una lógica causal que hace que nunca decaiga la explicación de lo que se muestra, sin ninguna diáspora imprevista. Allí cuando el film encuentre ciertos despliegues que lo "contradigan" -alteración del verosímil, colores, intervenciones sobre la propia imagen- será la película misma la que se encargue de aclarar que lo que ve no es "cierto". Para ello, hasta se vale de un personaje que transita la acción como un ángel perezoso, que sabe lo que pasa, lo altera y se arrepiente. Un recurso que toma por asalto la paciencia misma; vale decir: ¿hay necesidad de aclarar lo que es evidente? Así, Leto es retórica y redundante.
¿Qué lugar, entonces, al rock? El mismo que al cine. No basta con incluir canciones de Bowie o Byrne, antes bien, debiera ser la asunción de ese dilema sonoro el que brote del dilema mismo que el cine guarda como potencia, listo para desestabilizar cualquier previsión. Aquí, justamente, se acentúan convenciones que hacen de la película una apuesta trillada, musicalmente trivial.
Y por las dudas, no vale esgrimir cuestiones tales como "basada o inspirada en hechos reales" o similares (Leto está basada en las memorias de "Natasha": Natalya Naumenko), como lema y escudo del que se rodea tanto cine que no tiene mucho, tal vez nada, para decir.