Dicen los que saben que, en ruso, “leto” quiere decir verano. Lo contrario del invierno. A eso alude esta obra de singular inventiva y mediana nostalgia. Se ambienta en Leningrado a comienzos de los 80, es decir en San Petersburgo bajo el régimen soviético, y cuenta las andanzas, alegrías y pesares de unos jóvenes rockeros fascinados con la música que les venía de afuera y el modo de vida que no podían tener. Los marcaban de cerca en todas partes, los comisarios políticos les controlaban la letra de las canciones, cualquier borracho nacionalista era más respetado que ellos.
Esos jóvenes existieron de veras. Se llamaban Víktor Tsoi, Mayk y Natalia Naumenko. Hoy es fácil ver sus grabaciones en internet. Entonces era difícil siquiera ir a sus recitales, e imposible excederse en los aplausos. Kiril Serebrennikov, director de cine y teatro contestatario, evoca esos tiempos sin cargar las tintas, libera la imaginación con escenas de fantasía estilo videoclip, inserta tomas de colores en el blanco y negro predominante, y cada tanto introduce un comentarista muy especial. Por ejemplo, en un concierto donde todo está bajo control, de pronto los músicos se desatan, el público enloquece, el color inunda la pantalla, y el fulano, mirando a cámara, levanta un cartel que dice “Esto no ocurrió”. Esto tampoco es una biopic. No muestra el camino al éxito, aunque más tarde estos músicos pudieron llenar estadios y hasta vieron la caída del comunismo. El director, en cambio, no pudo ver la presentación de “Leto” en Cannes 2018. Putin lo tenía preso por opositor.