Emiliano Fernández (A Sala Llena):
El estómago de la bestia.
Cada melómano tendrá su propia anécdota sobre las circunstancias y las repercusiones individuales alrededor del hecho de haber escuchado por primera vez aquello de que “la vida no es más que putas y dinero”: las tres canciones que abren el extraordinario Straight Outta Compton (1988), el debut de N.W.A. (acrónimo por “Niggaz Wit Attitudes”), el tema que da el título al disco, Fuck tha Police y Gangsta Gangsta, constituyen en conjunto uno de los retratos más grotescos y coloridos de lo que debe haber sido la tumultuosa vida en los suburbios de Los Ángeles circa la década del 80. Esa combinación de bravuconadas criminales, insultos de todo tipo, sexismo salvaje, humor muy negro y constantes baños de sangre entre las fuerzas policiales, aportó la base ideológica/ musical para los imitadores que dominarían la escena mainstream durante los 90, aquella edad de oro del “gangsta rap”.
¿Quién hubiera dicho que una de las mejores películas del año sería la biopic de estos ex forajidos y hoy señores feudales de la industria discográfica norteamericana? La propuesta en cuestión analiza de manera extraordinaria ese trayecto que va desde la periferia marginal, pasando por la conformación y el posterior desarrollo del grupo, hasta finalmente derivar en el éxito masivo y en una infinidad de contratiempos que sacan a relucir las paradojas y puntos muertos a los que se llega cuando las injusticias sociales no sólo no son subsanadas por el Estado, sino que además son convalidadas a pura violencia y racismo, para luego ser reconvertidas en productos estandarizados dentro del capitalismo de la cultura predigerida. A lo largo de casi dos horas y media, el ambicioso opus de F. Gary Gray desarma a N.W.A. y edifica una suerte de “biografía autorizada” del colectivo barrial.
Antes de avanzar con los pormenores del film, conviene repasar brevemente el lugar de Ice Cube, Dr. Dre, Eazy-E, DJ Yella y MC Ren -los integrantes principales de la cofradía- dentro de la historia del hip hop, a su vez un enclave polimorfo que incluye al rap, los DJs, el breakdancing y los graffitis. Si nos concentramos en el apartado musical, lo que comenzó en los 70 como una mixtura entre las técnicas del dub jamaiquino y las bases del funk, el soul y el disco de New York, en la década siguiente se transformó en una estructura estable con la llegada al mainstream de una primera camada de artistas (como Run-D.M.C. y LL Cool J) que desde una cierta ingenuidad lograron imponer el scratching, los samplers y la omnipresencia del beat. El período más refulgente fue el inmediatamente posterior con bandas variopintas como Public Enemy, Beastie Boys, De La Soul y A Tribe Called Quest.
Resulta de lo más curioso que una de las cumbres de esta diversificación estética dentro del movimiento haya sido también el factor fundamental en lo referido al “punto final” de esta etapa marcada por una riqueza sin precedentes: dicho de otro modo, la llegada del Straight Outta Compton provocó una revolución que acható el espectro sonoro del hip hop, luego lo masificó, empobreció el lenguaje y -en buena medida- facilitó una innegable decadencia en términos cualitativos. La hegemonía absoluta del hardcore rap, ese mismo que se caracterizó por un enfrentamiento de índole mafiosa entre las costas este y oeste de Estados Unidos, llegó a su fin con los asesinatos de Notorious B.I.G. y Tupac Shakur. Mientras que el genial Jay Z tomó sólo algunos elementos del gangsta, el hip hop futurista de Missy Elliott, Outkast y los Neptunes derivó en Kanye West, el mayor vanguardista del género.
¿Pero por qué aún hoy continúa manteniendo su potencia discursiva este estilo bombástico y belicoso, como lo demuestra el éxito en taquilla del film en Estados Unidos, y con el gangsta ya superado históricamente? La respuesta es doble: por un lado tenemos a la producción artística en particular, jamás superada por todos los miembros de N.W.A., y por el otro está la comunidad que la engendró, esa misma que sigue reproduciendo el culto irrestricto a los dólares, la exclusión de las minorías, el conservadurismo más ramplón y la maximización de los ghettos empobrecidos, el narcotráfico y la impunidad en torno a la brutalidad del Estado y las fuerzas públicas. Lo que generaron esos cinco veinteañeros en 1988 fue un cóctel molotov que puso el acento en una versión sin filtro y jocosa de una marginalidad que hasta ese instante no había llegado al rango de tópico polémico nacional.
La película toma al disco homónimo como eje para trazar un antes y un después en esta crónica meticulosa de un derrotero que si uno no supiese que está basado en la realidad, no podría creerlo de antemano. Como si se tratase de una amalgama de la furia del Never Mind the Bollocks (1977) de los Sex Pistols y un eco muy lejano del “black power” de It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back (1988) de Public Enemy, pero bajado a una simpleza extrema y recargado de canibalismo y una misoginia de cotillón; las diatribas del grupo ocupan buena parte de la trama y ensalzan los enfrentamientos con las autoridades, hoy representadas por el hostigamiento policial y puestas en la vereda de enfrente en relación al background callejero de los jóvenes, quienes en ningún momento articulan un discurso verdaderamente coherente más allá del gesto en pos de la anarquía y el hedonismo locuaz.
Sin duda nadie esperaba demasiado del realizador Gray, en esencia conocido por obras fallidas de género como El Mediador (The Negotiator, 1998), La Estafa Maestra (The Italian Job, 2003), Tómalo con Calma (Be Cool, 2005) y Días de Ira (Law Abiding Citizen, 2009), o de los guionistas Jonathan Herman (este es su primer trabajo) y Andrea Berloff (responsable de aquel mamarracho de Oliver Stone del 2006 sobre las Torres Gemelas). Aquí el director definitivamente aprovechó la buena relación que mantiene con Ice Cube, la cual se remonta al trabajo en conjunto Friday (1995), uno de los coqueteos del rapper con el séptimo arte, lo que generó no sólo la autorización para el convite sino también dos de sus pivotes: el involucramiento de O’Shea Jackson Jr., el hijo del señor, personificando a su propio padre, y la “fiscalización” de Dr. Dre y Tomica Woods-Wright, la viuda de Eazy-E.
Letras Explícitas (Straight Outta Compton, 2015) es una de esas propuestas monstruo que funciona como una bola de nieve, enriqueciéndose a medida que avanza en función de sus contradicciones y la mística del relato verídico de base. Mezcla de musical exacerbado, exploitation de la periferia metropolitana, testimonio sociopolítico, drama criminal, estudio de una amistad maltrecha y pantallazo delirante y muy trash sobre el mercado discográfico, la película supera con creces el simple mimetismo de las biopics insulsas del Hollywood de nuestros días y se abre camino en tanto un combo de una autenticidad sin precedentes, sostenida en las maravillosas actuaciones del elenco y en un verosímil que deambula entre la épica de las grabaciones del período, las enérgicas reacciones en los mass media y las consecuencias a largo plazo en lo que respecta al vínculo afectivo/ comercial de los integrantes del grupo.
Más allá de brindarnos el placer melómano de ver ficcionalizados los encuentros entre Dre y sus protegidos Snoop Dogg y Tupac -antecedentes a su vez de Eminem y 50 Cent, otros productos del artista- o presenciar detalles concernientes a la grabación del inefable AmeriKKKa’s Most Wanted (1990) de Ice Cube o al colapso de Death Row Records, el film humaniza incluso a Jerry Heller (un excelente Paul Giamatti, quien viene de encarnar a Eugene Landy en la prodigiosa biografía de Brian Wilson a cargo de Bill Pohlad), manager de N.W.A. y promotor de los contratos leoninos que motivaron la temprana salida de Ice Cube. La trama también le asigna un papel preponderante a las revueltas de Los Ángeles de 1992 motivadas por la agresión a Rodney King y la absolución de los policías responsables, algo así como el telón de fondo de las crisis internas del quinteto y la consabida disolución.
La verborragia furibunda de la obra y su poderío visual llaman a las cosas por su nombre y evitan el endiosamiento, bajando a tierra a los protagonistas y sólo enalteciendo el código que apuntala su camaradería, esa en la que los versos y la vehemencia de a poco van siendo sustituidos por el odio y las armas. Hasta se respeta el “ideario” -hoy apenas implícito- que reduce a las mujeres a meros detalles decorativos, sin ninguna incidencia en la historia y siempre tratándolas como chistes vivientes (desde ya que no se hace mención alguna a las muchas palizas que Dre le dedicó a cada una de sus parejas). Por suerte el glamour se va por la borda cuando la realidad vomita lo que tiene en el estómago y el arte sabe canalizar los restos, por lo menos mientras que el AK- 47 siga siendo la “herramienta” principal de los suburbios y la policía continúe creyendo que “todos los negros venden narcóticos”…
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