El pacto
Siempre al borde de la furia y el coma alcohólico, la sátira de Andrey Zvyagintsev se abre paso entre la filmografía rusa y se destaca –paradójicamente- como su film más accesible y a la vez más polémico hasta la fecha.
En una suerte de adaptación libre del Libro de Hobbes, Leviatán nos cuenta los avatares de Kolya (Aleksey Serebryakov) y su familia, quienes viven en un pequeño pueblo costero en la península de Kola. Nuestro protagonista es un hombre de temperamento volátil, amante del vodka y de su hogar, que comparte con su hijo adolescente Roma (Sergey Pokhodaev) y su segunda mujer Lilya (Elena Lyadova). Al llegar Dmitri (Vladimir Vdovichenkov) -un viejo amigo de la armada, ahora abogado– de Moscú, nos adentramos en el conflicto que aqueja la familia: Vadim (Roman Madyanov), el alcalde del pueblo ha decidido apropiarse del terreno donde Kolia tiene su casa y taller, para crear lo que él llama un “centro de comunicaciones” personal, y está intentando intimidar al dueño para o bien venderle o cederle su propiedad inmediatamente. A lo largo del film, los dos amigos intentarán imponerse frente a Vadim y su séquito mafioso, al mismo tiempo que lidiarán con sus propios demonios personales.
A diferencia de El regreso (Vozvrashchenie, 2003), El Destierro (Izgnanie, 2007) y Elena (2011), cuyos planos eternos y ritmos parsimoniosos lo situaban como el heredero de Andrei Tarkovski, Zvyagintsev mueve la trama de Leviatán agitadamente, desprendiendo de ella micro-relatos sobre la vida y los trapos sucios de cada uno de sus personajes. Una de las pocas similitudes que Leviatán tiene con sus predecesoras es su estética: Los paisajes de la naturaleza fría e inhóspita, las construcciones devoradas por el tiempo y las carreteras interminables son ya una marca registrada del director y de Mikhail Krichman, su talentoso y fiel director de fotografía. De hecho, el pueblo es igual de protagonista que Kolya: se nos presenta una comunidad pesquera devastada, ahora museo de fósiles de criaturas marinas y carcasas de barcos, pudriéndose -como toda la sociedad- por encima de la superficie.
En este punto, no se debe pasar por alto que Leviatán habla más que de dilemas bíblicos; su nombre hace clara referencia al tratado de Thomas Hobbes sobre el contrato social: el guionista Oleg Negin se pregunta, ¿qué pasa cuando el soberano no cumple con su parte del pacto? ¿Qué destino le depara al individuo que se rebela? No hay una feliz respuesta. Como ha dicho él mismo: “Es una tragedia de un hombre ordinario destruido por la despiadada y corrupta máquina del estado”.
La historia se encuentra plagada de excesos satíricos (que algunos han malinterpretado como clichés), dotando a todos los personajes de cualidades detestables y a menudo bordeando el exabrupto, y funcionando como una puesta en abismo del clima social y la actualidad política de la Rusia moderna. Encontramos desde alianzas impuras entre autoridades del gobierno y la Iglesia Rusa Ortodoxa, hasta los complejos manejos judiciales que bloquean a diestra y siniestra todo intento por reclamar justicia. No por nada, a pesar de recoger innumerables premios por el circuito de festivales y premiaciones mundiales, el film dividió aguas en forma acérrima en su país de origen, y recibió poco a nada de apoyo por parte del ministerio de cultura, que la calificó como anti-patriótica.
Si bien sus tres primeros films cuentan con una gravedad poética más original, Zvyaginstev triunfa en su cometido. Más que una historia es un mensaje y un llamado a la reflexión; es una fábula cirrótica y siniestra sobre el poder, la hipocresía y la moral.