Mamita querida Haciendo incisión nuevamente en el tema de la pérdida, Nanni Moretti teje una nueva ficción tragicómica y bilingüe llamada Mia madre (Mia madre, 2015), presentada oficialmente en el 68 Festival de Cannes. Mia madre sigue a Margherita (Margherita Buy), una directora de cine que atraviesa la difícil labor de rodar su proyecto actual mientras que lidia con el hecho de estar perdiendo poco a poco a su madre. Margherita trabaja, dirige, decide, compra, visita, duerme y pasea. Ella, sin embargo, no está ahí; hace todo automáticamente: no sabe por qué dice lo que dice, ni para qué visita a su madre todos los días. Su rutina autómata la resguarda de tener que ver más allá de lo que hace. La “mamma” en cuestión es Ada (Giulia Lazzarini) una profesora de Latín que se encuentra hospitalizada por problemas cardíacos, y cuyo inevitable deterioro arrastra consigo no solo a Margherita (que experimenta una crisis dentro y fuera del rodaje) sino también al resto de su familia. Su hermano Giovanni (Moretti mismo) y su hija Livia (Beatrice Mancini), por ejemplo, son la contraparte más estable y organizada, un punto de confianza y estabilidad en un mundo donde a Margherita todo la desborda. Y si de desbordes se trata, la llegada de Barry Huggins (John Turturro) - un insufrible actor americano – al set será la cereza del postre: Barry es el estereotipo de la estrellita americana (que cuenta con los dedos de la mano su conocimiento de la cultura italiana y sin embargo se siente Vittorio Gassman) con un twist. Se la pasa contando fabulas sobre su carrera y olvidándose la letra en cada toma sin excepción. De ahí en adelante, caos tragicómico. A medida que el film avanza, Margarita reconstruye la historia de ella y su madre con figmentos de realidad contaminadas por lo onírico, un recurso que nutre al film y el cual no se explota lo suficiente (o al menos no del mejor modo). Luego de dar varias entrevistas, es un hecho consabido que Moretti hizo catarsis con este film, estudiando su propia experiencia al perder a su madre mientras rodaba Habemus Papa allá por el 2011. La devastadora presión de no solo dirigir sino también actuar en un film de tal magnitud mientras que pasaba uno de los duelos más importantes en la vida lo impulsó, años más tarde, a sentarse y adaptar su experiencia al celuloide. Y, como Moretti, Margherita parece estar negada a creer que su madre, esa madre de hierro, esté muriendo. Los flashbacks/ensoñaciones que vamos atestiguando durante el film, construyen a Ada como una figura igual de distante que trascendental para su hija. Reflejando la vida misma, a los hijos de Ada les cuesta ver la hendedura en la estatua, la vulnerabilidad en su héroe. En este sentido, es extraña la sensación que dibuja la narrativa: pareciera que Margherita nunca conoció del todo a su madre, es un mito al que nunca accedió. ¿Por culpa de la madre? ¿Por culpa de ella? ¿Y el padre? No se sabe, pero la relación es esta, y es tensa. Lo cierto es que el vínculo que sí une a Ada y a Margherita inexorablemente es el del trabajo: La raison de vivre de Margherita son sus films, un único pero muy importante hilo conductor con su madre, profesora adorada por sus estudiantes. Ambas mujeres parecen realizadas solamente cuando las vemos en lo suyo. Como dicen, “el trabajo dignifica”. En este punto, cabe aclarar que, en el mundo de Margherita, la vida equivale a la decencia, y la decencia al trabajo. Quizás sea por eso que se angustia cuando no puede ver a su madre caminar, cuando filma a sus falsos obreros despedidos de la fábrica, o cuando su novio no respeta su separación. “¿No podemos mantener la decencia?” implora hastiada más de una vez. Sin duda, los momentos más perspicaces de la película se dan cuando se superponen las tres generaciones de mujeres – Ada, Margherita y Livia – marcando las dinámicas complicadas de nuestra protagonista con el mundo exterior y consigo misma. En cambio, los puntos más bajos son los clichés dramáticos en los que cae el film, desde un timing de telenovela musicalmente hablando, hasta las escenas que pecan de sobre-explicar situaciones implícitas. Ante este drama, demasiado real y por ende demasiado duro, el director nos enjuaga la boca con escenas cómicas acompañadas por el ingenio de Turturro, que se roba cada una de ellas. Es un buen trago de aire, pero el problema es que a veces se siente que el personaje solo está ahí para contrabalancear el drama de la película, y para nada más. En la evolución de la narrativa de Moretti, Mia madre es un retroceso y un avance al mismo tiempo. Si bien maneja con mayor sutileza las transiciones de situaciones dramáticas a las cómicas, y aprende a hacerse a un costado como actor, parece perder un poco ese punto de vista que lo hizo único en su momento. Su don de presentar la realidad sigue ahí estupendamente; solo se queda cortito de un empujón más hacia la ficción.
El incorregible Pocas cosas son tan adorables como la disfuncional, torpe y balbuciente declaración de amor de Charles en Cuatro bodas y un funeral (Four Weddings and a Funeral, 1994). 20 años y una docena de películas después, sin embargo, este clásico personaje ya no resiste el paso del tiempo, y es un problema que Escribiendo de Amor (The Rewrite, 2014) deposite todo su valor en los hombros de Hugh Grant. Con la mesa llena de facturas por pagar, y sin un guión vendido, Keith Michaels (Hugh Grant) está exhausto. Va de reunión en reunión, de proyecto a proyecto, atrapado en aquellas gloriosas épocas donde fue laureado con un Golden Globe por su film "Paradise Misplaced", sin entender que esa estatuilla de oro es también su talón de Aquiles. Todo el mundo lo ama por lo que fue, pero nadie lo quiere por lo que es. Resignado, Keith toma un trabajo que le ofrece su representante (Caroline Aaron), el cual involucra mudarse a Binghamton, NY, a impartir un taller de escritura creativa en una pequeña universidad. Keith, un descreído de la enseñanza, se reubica y comienza a tomar una serie de decisiones poco inteligentes: no lee los ensayos de admisión sino que elige mujeres convencionalmente atractivas y un par de chicos nerds, se despacha con un discurso anti-feminista ante todos sus colegas y para colmo se acuesta con una estudiante a la que le dobla la edad y que terminará siendo alumna suya. El resto de la historial para Keith será, previsiblemente, la de su redención, de la cual formará una gran parte Holly (Marisa Tomei), una mamá soltera que terminará siendo la última integrante del taller y un foco de esperanza para este escritor estancado. Marcando su cuarta colaboración con Grant, Marc Lawrence se apuesta toda su película en los encantos del actor, y su provechosa química con Tomei. En este punto no está del todo equivocado: después de todo, las interacciones entre los dos salvan hasta los diálogos más duritos, pero esto solo no basta. De hecho, es un recurso el cual Lawrence ya ha aprovechado en varias ocasiones, por ejemplo al juntar al galán inglés con Drew Barrymore en Letra y Música (Music and Lyrics, 2007) y con Sandra Bullock en Amor a Segunda Vista (Two Weeks Notice, 2002). El problema es que en Escribiendo de Amor, la fórmula del galán romántico queda chica. La responsabilidad no es tanto del papel clásico de Grant sino de la construcción del guión. Uno podría pensar (acertadamente) que los defectos de Charles, William (Un lugar llamado Notting Hill) y hasta los de Alex Fletcher (Letra y Música) eran perdonables y hasta enternecedores porque eran todos semi-adultos, aun desarrollándose en su madurez emocional, sin familia, aprendiendo de sus errores y a sentar cabeza. En cambio, el personaje que Lawrence construye aquí no es el del simpático picarón sino un no tan simpático adulto aniñado, misógino y sin moral, de cuyo “ingenioso” humor inglés nos tenemos que reír, y a quien tenemos que absolver de toda maldad porque – insertando escenas maniqueístas – descubrimos que en realidad es sólo un pobre hombre al que la vida le jugó una mala pasada. Y, a decir verdad, que la gran tragedia personal de Keith Michaels sea haberse divorciado y distanciado de su familia, no justifica ni un diez por ciento de las actitudes reprochables del personaje. Sería una apuesta mucho más fuerte e interesante si el director se hiciese cargo de los defectos de Keith en vez de querer justificarlos y generar simpatía, forzando un arco de personaje sin motivaciones interiores. Revelar poco y nada sobre cómo era la vida de Keith antes de hacer el viaje, y por qué toca fondo específicamente tampoco ayuda a la falta de riqueza dramática. De igual manera que a Grant, el film desaprovecha talentos como el de Alison Janney y J.K. Simmons, limitándolos a estereotipos chatos que son imposibles de ahondar. Como lo indica su traducción literal del inglés, a Escribiendo de Amor le hace falta una reescritura más. Tiene elementos y actores potables, y el registro tonal del film funciona mucho mejor cuando se burla de sí misma y sus clichés. Ojalá que Lawrence, al igual que Keith, encuentre su centro nuevamente.
Agua que has de encontrar Camino a Estambul (The Water Diviner, 2014) marca el debut como director del australiano Russell Crowe, algo que es más que notable en su tempo de ingenua ansiedad. Más allá de los resultados, la intención del film es mostrarnos un retrato sobre lo catastrófico, sobre un duelo familiar y la resonancia de él en un mundo de posguerra. La idea del film comienza con un hallazgo del guionista Andrew Anastasios, quien en el medio de otro proyecto queda fascinado por una frase de una carta de un oficial Australiano: “Un viejo hombre logró llegar hasta aquí desde Australia buscando la tumba de su hijo”. El resto, literalmente, es historia. La hazaña de Joshua Connor (Russell Crowe) comienza en Australia en 1918, en un campo donde al parecer sólo él y su esposa residen. Colmada por la angustia del duelo de sus hijos desaparecidos en la guerra, Eliza (Jacqueline McKenzie) se encuentra distanciada de su marido, y poco después de conocerla, somos testigos de su final. Ante semejante tragedia, a Joshua ya no le queda nada en la vida, excepto tal vez poder encontrar los cadáveres de sus hijos, y traerlos de vuelta a casa para honrarlos y acercarlos a su madre. Tres meses más tarde, encontramos a Joshua en Constantinopla, en donde conocerá al pequeño Orhan (Dylan Georgiades) y su madre Ayshe (Olga Kurylenko), quienes lo ayudarán a traspasar los controles británicos y poder llegar así a la zona de combate en donde desaparecieron sus hijos. Formando un inesperado vínculo con los otrora enemigos de sus hijos – el Comandante Hasan y el Sargento Jemal (Yilmaz Erdogan y Cem Yilmaz) – y guiado por su instinto que lo persigue en sueños, Joshua llega más lejos de lo que jamás hubiera esperado. Desde que vemos a Joshua por primera vez, sabemos que el granjero posee la misteriosa habilidad de detectar buenas ubicaciones para pozos de agua, un hecho que a lo largo del film va transformando la historia en un relato más cercano al realismo mágico que a la típica película bélica /de época (Esta intuición se refuerza con las vagas referencias que se hacen a “Las Mil y Una Noches”). Y a pesar de que este desvío es riesgoso, no constituye un problema a grande escala. La falla principal del film, en todo caso, es auto-inducida: al concebir su protagonista, Crowe no se da mucha tela para cortar. El personaje de Joshua es más bien chato, y su arco de evolución pasa de inexistente a fugaz en un santiamén. A lo largo del film es inevitable preguntarse: ¿Cómo, y por qué, un padre tan protector deja que sus tres hijos se vayan?. Y en todo caso, si así fue, ¿Cuál es su momento de anagnórisis, más allá de las circunstancias externas que parecen llevarlo por azar de un lugar a otro?. No hay muchas respuestas. Lo único que nos queda es un contexto interesante atravesado por una versión alplax del macho clásico, el típico hombre estoico que derrama una sola lagrima y continúa con su camino. En cuanto a los flashbacks - que abundan en la película - casi todos parecen puestos al azar, como una suerte de salvavidas narrativo cuando la primera historia se agota, y para sacudirnos un poco con visiones y ecos truculentos de los combates. Hay un solo flashback - el cual involucra a los tres hijos de Joshua - que sí es significativo narrativamente, al mismo tiempo que logra transmitir la brutal realidad del combate. Pero incluso este último es sobre usado y termina perdiendo efecto. Dicho esto, cabe aclarar que no todos los recursos del director primerizo están malgastados. Una de las mejores apuestas de Crowe es el lado técnico: la fotografía de Andrew Lesnie (de la trilogía de El Señor de los Anillos (Lord of the Rings, 2001-2003) es impecable como siempre, y sella su camino al ser la última producción de esta leyenda que falleció el pasado Abril. El corazón de la historia que Anastasios y Crowe quieren contar también es interesante, porque a pesar de que el tratamiento sobre las consecuencias de la guerra no es nuevo, sigue siendo refrescante. Su mayor riqueza es reconocer ambos lados de las trincheras sin justificar ninguno, y analizar el papel de la humanidad que parece perderse en el combate cuerpo a cuerpo, dejando a miles como simples cadáveres no reconocidos, sobre los que todas las naciones cantarán pero a los que nadie querrá recordar. Que al director le falta camino es innegable, pero es un recorrido que vale la pena seguir.
Una vida iluminada Joseph Mallord William Turner buscó la luz toda su vida: en su trabajo, en el mundo, en sí mismo; a lo largo de este camino, si bien empezó como parte de la escuela del Romanticismo, su trabajo fue mutando hacia la corriente del Impresionismo. El film Mr. Turner (Mr Turner, 2014) recorre la vida del pintor y su transformación, y comparte su obsesión por la creación y recreación de la luz y el color. Fiel al estilo de Turner, la cinta de Mike Leigh representa más la atmósfera que lo narrativo de cada elemento. El film abarca 25 años de la vida de Turner, y comienza en 1826, cuando es un artista famoso que busca la inspiración en los viajes y el anonimato, escapándose casi diariamente hacia la costa, Holanda, o donde la naturaleza lo lleve. En el poco tiempo que pasa en su casa, Joseph solo se relaciona con quienes convive: su anciano padre (Paul Jeson) y su criada Hanah Danby (Dorothy Atkinson), una mujer que con una devoción cuasi-masoquista se entrega al pintor cada vez que el así lo desea. En Londres también tiene una ex-amante (Ruth Sheen), dos hijas mayores y hasta una nieta, aunque no tiene relación ni reconoce prácticamente a ninguna de ellas. La vida familiar no es una prioridad para Joseph, su vocación lo consume todo en él. Rodeado de pérdidas a lo largo de su vida – su madre, su hermana y varios amigos- Turner parece haber perdido la sensibilidad o la compasión, resistiéndose con uñas y dientes a caer en la piedad o la desesperanza, buscando la luz entre toda la oscuridad. Sin embargo, esa compostura de acero y todo el tiempo que pasa en solitario, lo corroe: se comunica a través de gruñidos, bufidos, monosílabos, hasta cuando se permite llorar gime un lamento gutural. No solo eso, sino que parece haber perdido los modales, respondiendo a sus instintos sin pensarlo dos veces, exponiendo sus opiniones a sus colegas de la Royal Academy sin reparos, y dibujando hasta en las situaciones más inapropiadas. Con el tiempo, esto tendrá sus consecuencias. La nueva etapa artística de Turner será incomprendida, rechazada y burlada (todos piensan que está perdiendo la visión), y dejará de formar parte del canon artístico de la elite londinense. Viejo, y aún obstinado, Turner se recluirá en lo único que siempre le ha aportado satisfacción: su querido pueblo de Margate. Allí se instalará con la viuda Sophia Booth (Marion Bailey), su última amante, quien despertara en él una pizca de humanidad. Saliéndose del formato clásico de la biopic, el director Mike Leigh y su maravilloso director de fotografía Dick Pope captan la intensidad del carácter de Turner, contraponiendo su asimetría física con la divinidad de su talento, el caos de la creación personal versus el producto final. El método riguroso y a la vez improvisado de Leigh con los actores rinde frutos, sacando lo mejor no solo de su fiel actor Timothy Spall sino también de papeles menores, como las complejas mujeres que interpretan Dorothy Atkinson y Sophia Booth. El guión, por su parte, resulta refrescante al evitar contarnos sucesos clave de la vida del pintor, así como tampoco hace hincapié en la creación de sus obras más conocidas por el público. Todo esto resulta en una historia más cruda y real que otras piezas de época, y atravesada por la magia con la que Turner observaba el mundo, para que todos lo miremos con él. El film es un reflejo distorsionado, impresionista, un intento por estudiar a un ser humano, y no reducirlo a una figura histórica.
Yo, tú, él, ella, nosotros Casi una década después de su primer éxito mundial con Vidas cruzadas (Crash, 2004) Paul Haggis vuelve a meterse de lleno en los juegos narrativos, en un intento (forzado) que pretende unir distintos universos mediante un hilo constante de secretos, confesiones y susurros. Siendo reduccionistas, Amores infieles (Third Person, 2013) narra – o mejor dicho explora - tres historias: Por un lado tenemos a Michael (Liam Neeson), es un escritor galardonado que atraviesa una crisis existencial, entre muchas otras cosas por su decadente escritura y su reciente divorcio. Encerrado en una habitación de hotel en París, busca terminar su nueva novela mientras se encuentra y desencuentra con Anna, su joven amante y alumna (Olivia Wilde). En paralelo tenemos a Scott (Adrien Brody), un ladrón yanquee atrapado en un bar en Roma donde conoce a Monika (Moran Atias), una italiana despampanante que debe salvar a su hija a toda costa. La tercera historia la protagoniza Julia (Mila Kunis), una alterada joven aspirante a actriz que vaga por Nueva York buscando la manera de recuperar su vida, un trabajo y sobre todo a su hijo, del cual perdió su tenencia. Estos tres hilos narrativos, sin conexión aparente, construyen la compleja estructura que Haggis teje y tuerce no solo a través del guión sino también a través del montaje, lo cual resulta uno de los pocos recursos refrescantes y atrapantes del film. La traducción del título es un tema importante a la hora de entender el film, y por ende deja mucho que desear, puesto que el “ingenio” de la película pende del hilo de su nombre original “Third Person”, que no refiere tanto a un tercero en discordia sino más bien a la tercera persona narrativa o narrador externo. Al igual que Vidas cruzadas (y varias de sus películas anteriores), Amores infieles es una historia coral, y al igual que Vidas cruzadas, la densidad del peso narrativo es lo que ahoga las mejores intenciones del director/guionista. Es bien sabido que esta es una estructura delicada y resbaladiza, que cuenta en su haber con éxitos como fueron Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994) y Magnolia (Magnolia, 1999), hasta fracasos estrepitosos como Día de los enamorados (Valentine's Day, 2010). Al interconectar las líneas narrativas, hay que saber medir con cuentagotas el desarrollo de cada una, y eso a Haggis se le escapa: a lo largo del film el procedimiento se repite, se retuerce y lo peor de todo – la historia se vuelve obvia. El drama de Michael es el de Paul: buenas ideas, la audacia del intento, y sin embargo el fracaso de tener “personajes deambulando por ahí al azar”, como le dice su editor a Michael. Si bien las historias poseen puntos de alta tensión dramática, y giros trágicos, el resultado se siente más bien frío, impersonal, ya visto. Reina, como lo dice el título, el narrador externo, el desapego. Todo decanta en un análisis impasible sobre los dilemas de la confianza, el amor y la paternidad, que guarda en sí mismo el potencial para ser mucho más. En este sentido, quizás la estética sobria y minimalista no ayuda. Basta ver Amores Perros (Amores Perros, 2000) o Babel (Babel, 2006) para reconocer en las obras corales de Iñarritu eso que a Haggis le falta, esa estética impregnada de suciedad, ese dolor de los personajes que se pega en la piel del espectador. El leit motiv de la película es “Mírame”. Ese es el desafío que parece presentarnos el director: que lo miremos construir esos castillos de arena, que nos maravillemos por su intento, que lo ayudemos a completar la trama. Las ambivalencias que deja el film son lo más rico; el resto ya se ha visto.
Volar una vez más La tradición de gran parte del movimiento del anime y el manga ha sido y continua siendo el llevar la animación a un nivel superior en la cultura, al punto de ser considerada como un igual de todos los géneros del séptimo arte. Reforzando esta meta - y a diferencia de sus antecesoras - Se levanta el viento (Kaze Tachinu, 2013) es un film que se destaca por su realismo, y por tanto resulta una pieza clave para cerrar la maravillosa carrera de su director, Hayao Miyazaki. Controversial, mágica, naif, política, romántica; de todo esto es capaz. ¿Qué pasa cuando seguimos nuestros sueños, y cuando tenemos la suerte de realizarlos?, ¿Qué consecuencias trae en nuestras vidas? ¿Es posible que el sueño de una persona sea la pesadilla de otro? Todo esto se pregunta Se levanta el viento, cuyo protagonista es Jiro, un niño cuya obsesión con la nueva conquista del cielo lo persigue hasta en sus sueños, y quien - al ser demasiado miope para ser piloto – decide desde entonces dedicar su vida a construir aviones. Al pasar los años, Jiro persigue su pasión, estudia y se convierte en uno de los ingenieros aeronáuticos más relevantes de su época (mal que le pese al resto del mundo). Hay que aclarar que Jiro está basado en dos figuras históricas: una es el gran ingeniero Horikoshi, creador del avión de guerra A6M, el elegido de la armada Japonesa por excelencia en tiempos de la Segunda Guerra mundial. El otro, es Tatsuo Hori, un escritor que en 1937 publicó la novela “The wind has risen” de la cual Miyazaki toma no solo los elementos románticos sino también un poema de Paul Valery con el que abre el film: “El viento se levanta!... Hay que intentar vivir!”. Tal así es la relación del film con la realidad, que a lo largo de este camino, Jiro es testigo de hechos históricos tales como los comienzos de las Guerras Mundiales, la Gran Depresión y la epidemia de tuberculosis. De hecho, en uno de sus viajes a la universidad, el joven termina siendo víctima del terremoto Kanto, que azotó a la región homónima en 1923 y causó millones de damnificados. Esta secuencia es no solo una de las más impactantes de todo el film a nivel visual, sino que también es un punto de quiebre en la historia, ya que Jiro conoce allí a Naoko, una joven a la que ayudará y con la que tendrán una conexión que superará las distancias y los años. No queda claro si Miyazaki simplifica la historia mundial a propósito, o la toma solo como un telón delante del cual desarrollar su relato, pero es notable la omisión de ciertos aspectos del panorama político de esa época. Esto, de hecho, le trajo varios detractores a lo largo del proceso de distribución del film tanto en su país como en el resto del mundo. Y es que en realidad es bastante peculiar que un hombre históricamente pacifista se apasione por contar con un filtro romántico la vida del creador de una de las herencias más letales de la guerra, pero de alguna forma la película logra fluir dentro de esta paradoja; en general estas incongruencias se han perdonado, porque el film es más poesía que biografía, lidia mucho más con la pasión que con la estrategia. En este sentido, la animación siempre ha permitido explorar rincones de la imaginación humana a los que - previos a los efectos especiales, y aun hoy – es difícil acceder. En el caso de Miyazaki, no se puede negar que su mundo interior encuentra su mejor expresión en este género, en el que ha manejado un hilo constante de ensoñación y extrañamientos (Este film no es una excepción; Se levanta el viento tiene secuencias oníricas que recuerdan más a las impactantes animaciones de Todd McFarlane y Kevin Altieri en aquel video de Pearl Jam que a Frozen, una aventura congelada (Frozen, 2013)). Junto con el brillante equipo de animadores, la banda sonora compuesta por Joe Hisaishi acompaña y nutre al film, elevándonos con ráfagas melancólicas entre mandolinas y acordeones. Más allá de todo, el viaje vale la pena. Volamos una última vez con Hayao Miyazaki, con contratiempos y rarezas, y nos bajamos con él, un poquito más cerca de la realidad, pero con el corazón en las nubes.
El pacto Siempre al borde de la furia y el coma alcohólico, la sátira de Andrey Zvyagintsev se abre paso entre la filmografía rusa y se destaca –paradójicamente- como su film más accesible y a la vez más polémico hasta la fecha. En una suerte de adaptación libre del Libro de Hobbes, Leviatán nos cuenta los avatares de Kolya (Aleksey Serebryakov) y su familia, quienes viven en un pequeño pueblo costero en la península de Kola. Nuestro protagonista es un hombre de temperamento volátil, amante del vodka y de su hogar, que comparte con su hijo adolescente Roma (Sergey Pokhodaev) y su segunda mujer Lilya (Elena Lyadova). Al llegar Dmitri (Vladimir Vdovichenkov) -un viejo amigo de la armada, ahora abogado– de Moscú, nos adentramos en el conflicto que aqueja la familia: Vadim (Roman Madyanov), el alcalde del pueblo ha decidido apropiarse del terreno donde Kolia tiene su casa y taller, para crear lo que él llama un “centro de comunicaciones” personal, y está intentando intimidar al dueño para o bien venderle o cederle su propiedad inmediatamente. A lo largo del film, los dos amigos intentarán imponerse frente a Vadim y su séquito mafioso, al mismo tiempo que lidiarán con sus propios demonios personales. A diferencia de El regreso (Vozvrashchenie, 2003), El Destierro (Izgnanie, 2007) y Elena (2011), cuyos planos eternos y ritmos parsimoniosos lo situaban como el heredero de Andrei Tarkovski, Zvyagintsev mueve la trama de Leviatán agitadamente, desprendiendo de ella micro-relatos sobre la vida y los trapos sucios de cada uno de sus personajes. Una de las pocas similitudes que Leviatán tiene con sus predecesoras es su estética: Los paisajes de la naturaleza fría e inhóspita, las construcciones devoradas por el tiempo y las carreteras interminables son ya una marca registrada del director y de Mikhail Krichman, su talentoso y fiel director de fotografía. De hecho, el pueblo es igual de protagonista que Kolya: se nos presenta una comunidad pesquera devastada, ahora museo de fósiles de criaturas marinas y carcasas de barcos, pudriéndose -como toda la sociedad- por encima de la superficie. En este punto, no se debe pasar por alto que Leviatán habla más que de dilemas bíblicos; su nombre hace clara referencia al tratado de Thomas Hobbes sobre el contrato social: el guionista Oleg Negin se pregunta, ¿qué pasa cuando el soberano no cumple con su parte del pacto? ¿Qué destino le depara al individuo que se rebela? No hay una feliz respuesta. Como ha dicho él mismo: “Es una tragedia de un hombre ordinario destruido por la despiadada y corrupta máquina del estado”. La historia se encuentra plagada de excesos satíricos (que algunos han malinterpretado como clichés), dotando a todos los personajes de cualidades detestables y a menudo bordeando el exabrupto, y funcionando como una puesta en abismo del clima social y la actualidad política de la Rusia moderna. Encontramos desde alianzas impuras entre autoridades del gobierno y la Iglesia Rusa Ortodoxa, hasta los complejos manejos judiciales que bloquean a diestra y siniestra todo intento por reclamar justicia. No por nada, a pesar de recoger innumerables premios por el circuito de festivales y premiaciones mundiales, el film dividió aguas en forma acérrima en su país de origen, y recibió poco a nada de apoyo por parte del ministerio de cultura, que la calificó como anti-patriótica. Si bien sus tres primeros films cuentan con una gravedad poética más original, Zvyaginstev triunfa en su cometido. Más que una historia es un mensaje y un llamado a la reflexión; es una fábula cirrótica y siniestra sobre el poder, la hipocresía y la moral.
Sufriendo al cuadrado Basada en otra novela del afamado escritor Nicholas Sparks (Querido John, La última canción), Lo mejor de mi (The Best of Me, 2014) saca lo peor del amor, y de cada uno de nosotros. Eran los noventa, y la historia es la de siempre: chico conoce chica, chico se enamora de chica (y viceversa); son de mundos diferentes, familias complicadas y futuros inciertos, pero se aman a primera vista. Con el tiempo, el tórrido romance se ve alterado por varios infortunios, y los amantes se ven forzados a separarse. 25 años después, Dawson Cole (James Marsden) y Amanda Collier (Michelle Monaghan) llevan vidas complicadas: uno acaba de sobrevivir un accidente casi fatal, y otra sufre un matrimonio infeliz con un marido alcohólico. Un día, ambos son contactados por un abogado, y se ven forzados a retornar a su pueblito natal en Carolina del Norte. El reencuentro los enoja y los conmueve, pero al verse enfrentados a sus recuerdos del pasado, su romance volverá a despertar inevitablemente. Dirigida a la gran base de fans con la que ya cuentan las obras de Sparks, esta película no hace sino dejar a más de una telenovela latinoamericana en pañales; hay una sobredosis de pasión, engaños, accidentes, criminales, sobornos, malentendidos y promesas de amor bajo la lluvia. Y todo es forzado, desde el desarrollo narrativo con flashbacks caprichosos hasta el diseño de producción y vestuario que parece situarnos en una fantasía de 1955 a pesar de que es ¡1992!. Ni hablar del casting, punto flojo de la película por donde se mire, que no respeta ni relaciones de edades ni parecidos físicos (aunque sí vale mencionar que el papel protagónico iba a ser de Paul Walker, actor que falleció antes de comenzar el rodaje). No es que a priori se espere mucho de un drama como los de Sparks - ya se sabe cuáles son sus tramas recurrentes - pero la adaptación tampoco aporta ningún punto a favor. Michael Hoffman no sabe reconocer sus recursos - que los tiene - desperdiciando por ejemplo talentos como los de Gerald McRaney y Sebastian Arcelus, ambos actores que se destacan en la impecable serie House of Cards. El esfuerzo de Michelle Monaghan y James Marsden por intentar infundir honestidad a los diálogos es loable, y de hecho logran los momentos más auténticos del film, pero no alcanza. El resultado es un dramón por demás predecible, que no conmueve en absoluto, cualidad que por lo menos sí tuvo Diario de una Pasión (The Notebook, 2004), una de las primeras piezas de esta innecesaria saga de adaptaciones.
Tocar de oído Inspirada en hechos reales y fundida en un manto de ficción, la historia de La hermana de Mozart (Nannerl, la soeur de Mozart, 2010) nos cuenta la vida tras bambalinas de una icónica familia rodante, y el lugar de una artista mujer en el siglo XVIII. Al inicio del film conocemos a la familia Mozart, varada con su carruaje en un camino desolado. Está Leopold (Marc Barbé), el padre de familia, su esposa Anna-María (Delphine Chuillot) y sus dos hijos Wolfgang (David Moreau) de once años y Nannerl (Marie Féret), una jovencita de casi 15 años. La suerte lleva a este grupo y a su chofer a encontrar una abadía donde tendrán refugio temporario y donde además conocerán a unas curiosas huéspedes: nada más ni nada menos que las hijas menores de Luis XV de Francia. En su estadía, descubrimos que esta familia itinerante se dirige a Versalles a tocar frente a la corte real, puesto que Nannerl y su hermano menor son músicos prodigiosos y mantienen a su famila con sus dones. Sin embargo, se instaura desde el principio del film que el papel de Nannerl en el dúo es secundario: al ser mujer no puede tocar el violín (“es un instrumento de hombres”), y tampoco ha sido instruida para componer. Es claro que el niño estrella es Wolfgang, y todos en la familia así lo conciben. De esta forma, el futuro de Nannerl parece haber sido decidido por ella, no solo por sus padres sino también por el contexto sociocultural de la época. Y sí, Nannerl está frustrada, pero no pelea, no grita, simplemente se queja de tanto en tanto, en algunos momentos más honestos en los que la vemos interactuar con su amiga la princesa Luisa (Lisa Féret). Una vez en Versalles, Nannerl conoce al hermano de Luisa, el Delfín viudo (Clovis Fouin), con quien genera un vínculo todavía más estrecho, y quien la incita a componer para él. Bajo las vestimentas de un hombre – un toque muy shakesperiano – Nannerl se descubre libre de componer, tocar el violín y pasearse con el príncipe sin las presiones de su familia y el mundo. Lamentablemente para ella, sin embargo, esto no durará mucho. Su género marcará su destino, y será uno trágico. La película es un asunto familiar delante y detrás de cámara: René Féret trabaja con sus dos hijas como actrices, con su esposa como editora y su hijo como asistente de dirección. De hecho, el viaje como subsistencia, la intimidad forzada y la falta de paredes de esta familia rodante son las ideas más ricas de la película: la dinámica pegadiza y los espacios compartidos a la fuerza generan un clima íntimo y pequeño, enriquecido aun más por planos pintorescos (en el sentido más literal de la palabra, pues cada composición parece un cuadro neoclásico) que encierran a los protagonistas a medida que se desplazan por el real Palacio de Versalles. Lamentablemente, el relato agota estas ideas muy rápido y, como resultado, obtenemos una película que carece de pasión. Intuimos el sufrimiento de Nannerl, la ambición de Leopold, la fragilidad de Anna-María, pero las emociones nunca tocan la superficie de la pantalla. Y no es porque es un film de época, o porque se trate de un excelso trabajo de sutileza. En algunos casos esta frialdad surge de la abismal diferencia de talento entre algunos actores (Por ejemplo, los diálogos acartonados de la pequeña Lisa Féret dejan mucho que desear), pero en su mayoría, entendemos que esta es una elección de dirección poco afortunada. La película se mueve entonces con un ritmo monótono, con alguna que otra veta de furia en momentos arbitrarios que descolocan al espectador. Es una lástima, porque - aunque no alcanzan - los mejores momentos del film son los que muestran el lado más humano de Nannerl y su familia. Son instantes cálidos, íntimos, desde las charlas apretujadas en camas compartidas hasta la liviandad de conocer un bidet en familia por primera vez. Como dice Manhola Dargis, “Nannerl podría ser una genio, o una mártir, o una feminista, o una hija abandonada, o una mujer desesperada”, pero el director nunca hace hincapié en ninguna en particular, no se mete de lleno en la pasión por la música, por la familia, o por el amor. La Nannerl de Féret “toca de oído” todo en su vida, y aunque trata, no se anima a saltar.
Sinsabores En Chef: La receta de la felicidad (Chef, 2014), el escritor, actor y director Jon Favreau nos lleva a un viaje culinario, cuya consigna – detrás y delante de las cámaras – es volver a nuestras raíces. El resultado es una película del género “feel-good” que deja al espectador con hambre; para ser más específicos: con hambre de comida, pero también con hambre de conflicto. Carl Casper (Jon Favreau) es un hombre cuarentón y divorciado, que trabaja como jefe de cocina de un restaurant modesto. Si bien tiene un buen equipo de amigos que lo ayuda, Carl se ve constantemente en conflicto con Riva (Dustin Hoffman), el dueño del local, que a menudo censura su creatividad en pos de la popularidad. Como en el trabajo, Carl también está estancado, deprimido, a medio camino de todo: de su separación con Inez (Sofía Vergara), de pasar tiempo con su hijo Percy (Emjay Anthony), de definir su relación casual con Molly (Scarlett Johansson). Al recibir una reseña letal – y muy personal - sobre su menú, Carl se desborda, y comienza una riña con el crítico. Todo termina con el chef humillado (tanto por Twitter como por Youtube) y sin empleo. Con la ayuda de su (¿ex?) mujer, sin embargo, Carl logrará volver a sus raíces culinarias con un food truck (camión de comidas), y tomará la ruta – literalmente – de vuelta hacia la creatividad. Es claro que el film intenta ser menos sobre invenciones inesperadas del chef, y más sobre qué significa ser fiel a uno mismo. De hecho, no es muy difícil adivinar que ese monologo de Carl frente al crítico es un claro mensaje de Favreau hacia sus detractores, acerca de su carrera que fluctúa siempre entre films más independientes y pequeños (Made, 2001) y blockbusters hollywoodenses (la saga de Iron Man, 2008/2010). Así es que Chef: La receta de la felicidad entra en la categoría de sus películas más personales, y esto es el condimento más interesante del film. La complicación es que - a menos que uno esté familiarizado con esta situación - no hay mucho más jugo que sacarle a la historia. Las amistades y grandes figuras que el director convoca para papeles menores están bien actuados pero desaprovechados, poco justificados y sin un arco consistente de personaje. Por ejemplo, el vacío más palpable en la trama es la separación entre Carl e Inez, que parece totalmente arbitraria e inventada para justificar “un problema más” que realmente no lo es. Así como su protagonista, el film se estanca en una trama donde no hay un conflicto concreto, y donde la sucesión de montajes de comida comienza a llenar huecos donde debería haber desarrollo de personajes. Lo más lamentable es que Chef: La receta de la felicidad tiene personajes interesantes, solo que no los sabe usar. Un caso concreto de esto es el personaje de Martin (el genial John Leguizamo), quien aparece misteriosamente para ayudar a su amigo, sin razón más que la bondad extrema de su corazón. Ambos actores tienen buena química entre sí, pero esto no basta. Esperamos respuestas que la historia nunca da, y esto comienza a decepcionarnos (más tratándose de un film de casi dos horas). Desde mitad del film, entonces, navegamos por una road movie sin conflictos, donde la comida y la música latina son reyes, y los finales felices – y obvios - obligatorios. Y el problema tampoco es de ambiciones, porque Favreau siempre apunta a un film pequeño, cómodo, familiero, como lo son las películas que se apodan “feel-good” (en castellano, algo como “para sentirse bien”) que tienden a abordar tramas más bien simples, y eso está bien. Existen films de esta categoría muy disfrutables: por ejemplo, y de género culinario también, Chocolate (Chocolat, 2000) . Pero, como en todo, el resultado reside en la ejecución, y en este caso, Favreau falla en entretener. Es un plato con ingredientes muy interesantes, pero mal combinados.