El condenado
Leviatán, el filme de director ruso Andrey Zvyagintsev, fue nominada al Oscar a Mejor Película en Lengua Extranjera.
El título es un aviso; las primeras panorámicas del pueblo situado en el norte de Rusia, en el mar de Barents, con las cuerdas sinfónicas de Philip Glass de fondo, una confirmación: la cuarta película de Andrey Zvyagintsev (El regreso) dista de ser un filme discreto y circunspecto. La ambición de Leviatán está presente desde el primer plano hasta el último que cierra. Hay aquí una declaración sobre el estado del mundo, o de Rusia, que a veces puede ser lo mismo, y con un doble sentido inequívoco: político y teológico.
Un soldado retirado y ahora mecánico vive con su hijo y su segunda esposa, bastante más joven, en una hermosa casa situada en un paisaje tan desolador como cautivante. Desde los ventanales del living la vastedad del paisaje funciona como un decorado natural extraordinario, y cuando el adolescente del hogar sale a caminar por los alrededores hasta puede encontrarse con el esqueleto de una ballena, que bien podría exhibirse en un museo ciencias naturales.
Es lógico entonces que el alcalde de la región entienda que la propiedad y la tierra de Kolya tengan un valor económico importante, de lo que se predicará uno de los conflictos narrativos del filme: el corrupto representante del gobierno querrá apropiarse de todo y expulsar al legítimo dueño de su casa. El poder de la fuerza es aquí la fuerza de la ley. Persuasión, manipulación y golpes, una representación micropolítica de la Madre Rusia contemporánea en la que Putin es el rostro perceptible de la maldad y decadencia de turno. Hay una escena clave en la que Putin aparece en un cuadro que está colgado en el despacho del alcalde y no se trata justamente de una mera casualidad. Tampoco lo es cuando entrevé en una televisión una protesta vinculada con el grupo Pussy Riot.
Pesimismo
Pero el pesimismo del director Andrey Zvyagintsev no es político sino metafísico. El problema de fondo no reside en la Historia sino en algo mayor. Es que Kolya viene aquí a retomar las pruebas de fe ya vividas por el mítico Job. Progresivamente, el relato hundirá a su protagonista. Su desposesión será total, un determinismo irrecusable: perderá a su esposa, a un gran amigo, su casa, incluso su libertad. Por supuesto, no faltarán los subrayados para que todo se interprete como se debe. Un representante del Altísimo le recitará a nuestro Job secular un pasaje bíblico para que entienda lo que le ocurre (y nosotros también).
Nada de sutilezas. La Historia es una ilustración de una alegoría, y el nihilismo ruso del siglo 21 es independiente de una revolución traicionada, o en todo caso el costado visible de un hundimiento que responde a otras causas. Como corresponde, a esta pesadez simbólica hay que denotarla con una forma cinematográfica ampulosa: véanse los planos contundentes del paisaje, los travellings exhibicionistas frente al rostro de una jueza o un clérigo, o ese recurso “perspicaz” para sugerir con la imperceptible aparición del mayor mamífero de los océanos una desgracia cercana.
El cine académico regresa con gloria y a nadie parece importarle. Puro estilo, presunta calidad cinematográfica o cómo el conformismo revestido de arte nos hechiza congelándonos.