Aquellos reyes del crimen londinense
Un mismo actor, Tom Hardy, encarna a los hermanos Kray, gangsters que durante los años 50 y 60 fueron los equivalentes británicos de Al Capone. La película promete más de lo que concreta y termina derivando hacia una biopic convencional.
Chicago tiene su Al Capone y Londres a sus hermanos Kray. Tal vez no se conozca demasiado por estas pampas de las actividades de la dupla de gangsters, hermanos en la vida real y en el crimen, pero la leyenda es tan potente en su país de origen que cualquier viajero en plan turístico puede adquirir una visita guiada a las guaridas y lugares públicos controlados alguna vez por Reggie y Ronnie Kray, tanto en el East End que los vio nacer como en el más sofisticado West End de la capital británica. El título del nuevo film de Brian Helgeland, entonces, resulta más que apropiado, uno de los varios largometrajes documentales y de ficción que se han hecho eco de las historias reales y míticas –en partes iguales, muchas veces indivisibles– de los reyes del crimen londinense durante los años 50 y 60. Pero si el patrón “basado en hechos reales” parece imponerse a la fuerza, lo cierto es que el modelo narrativo que sigue el realizador de Revancha y Corazón de caballero es el de otros films y cineastas contemporáneos. De Martin Scorsese en particular, deudor a su vez del clasicismo gangsteril de los primeros años 30. Y todo ello al margen de algún que otro guiño al pasar a un Guy Ritchie al cual le hubieran tirado un poco de las orejas para que baje los decibeles.No es casual que una de las primeras escenas de Leyenda: la profesión de la violencia, luego de la presentación de rigor en pleno apogeo criminal de los gemelos, se presente bajo la forma de un largo plano-secuencia en movimiento dentro del night club The Double R, tal vez el más conocido de los frentes legales de los Kray. La cámara sigue a Reggie sin demasiados aspavientos formales, en una escena rigurosamente ejecutada que presenta a varios personajes secundarios esenciales, además de describir una de las caras públicas de los hermanitos: animales sociales dispuestos a todo con tal de aparecer glamorosos ante la prensa y la opinión pública. El otro rostro, el del animal salvaje y violento, no tardará en aparecer, en otra secuencia cuya puesta en escena pone de relieve el talento del realizador para aunar tensión, dramatismo y algo de humor, durante el enfrentamiento en un típico pub inglés a puro martillazo y golpe de puño. Durante esos primeros cuarenta, cuarenta y cinco minutos de metraje Leyenda promete –más allá de su calidad derivativa– algo que luego no termina de cumplir.En su algo olvidada El clan de los Kray, producida en 1990, Peter Medak ocupaba casi la mitad de su película en narrar la infancia, juventud y ascenso en el submundo criminal de los hermanos, destacando en los momentos iniciales la relación endogámica entre ambos (más cerca de los gemelos de Pacto de amor que de unos Jekyll y Hyde desdoblados) y la no menos enfermiza trabazón con su madre. Todo ello recubierto por una capa de reflexión sociológica ligada indefectiblemente a la generación de posguerra y sus cicatrices físicas y metafóricas. En algún momento, incluso, Medak parecía estar gestando un film de horror que nunca terminaba de ser parido. Esas y otras inconsistencias del film pueden ser vistas como un defecto, pero, al mismo tiempo, conjugan una de sus mayores virtudes, una potencia oculta entre sus pliegues. Más “redonda” en términos dramáticos, Leyenda resulta una víctima ideal para uno de los males de cierto cine contemporáneo: el naturalismo psicologista que empapa a los personajes y cada una de sus acciones. Sólo así puede entenderse que la voz en off que relata los acontecimientos contradiga desde un primer momento la cualidad mítica de lo que va a verse y oírse, para revelarse sobre el final como narrador omnisciente en un sentido literal, vuelta de tuerca que haría reír a carcajadas a un Billy Wilder.La decisión de optar por un único actor, Tom Hardy, para representar a ambos hermanos (el más centrado y negociador Reggie, el instintivo y sádico Ronnie), con ligeras variaciones de maquillaje, timbre vocal y objetos de utilería es, al mismo tiempo, loable desde lo técnico y artístico y tendiente a lo pretencioso, a la sobreactuación en un sentido literal y figurado. Justamente, la segunda mitad del film es un desfile de “grandes momentos actorales” (que no son sinónimo de gran actuación), apoyados por una dependencia cada vez menos saludable a los lugares comunes. A medida que la relación entre Reggie y su mujer Frances (Emily Browning) comienza a deteriorarse y la caída de los Kray es cada vez más inminente, Helgeland pareciera abandonar el placer de narrar, reemplazándolo por las obligaciones impuestas por el manual del dramatismo cinematográfico debajo del brazo. Leyenda va desinflándose gradualmente y esa promesa de luminosidad gansteril –un clásico del cine desde que Edward G. Robinson se calzó el traje de Rico– es opacada por los reflejos de biopic oscarizable que se cernían sobre el film como un oscuro nubarrón. Esos elementos, y no las distintas facetas de los hermanos Kray, son los verdaderos Jekyll y Hyde luchando por tomar posesión de la película.