Gángsters de corazones
Lo primero que podría decirse sobre esta historia de mafia ambientada en el corazón de Londres en los sesenta, es que más allá del contexto se reduce a un triángulo amoroso construido a partir de dos personas y tres personajes. Porque aunque no se tarde demasiado en creer el trabajo del actor que interpreta a los gemelos Kray -con antecedentes ilustres como el de Jeremy Irons en su doble rol de Pacto de amor que mantuvo la vara bien alta-, el ejercicio de buscar a qué trucos apela Tom Hardy para diferenciarse de sí mismo es inevitable. Y lo logra, a veces con torpeza y otras con cierta solvencia pero sin que derive en problemas graves de identificación. Si bien Hardy sobreactúa y afecta un poco la credibilidad, el hecho de que Ronald -uno de los gemelos interpretados- utilice anteojos al igual que el real, facilita las cosas tanto como para cuando Superman necesita diferenciarse de Clark Kent.
Y ya una vez convencidos de que estamos viendo a dos personas muy diferentes, la discusión se va para otro lado, proponiendo desmenuzar el vínculo enfermizo entre esos dos gemelos que han decidido progresar teniendo como medio esa profesión violenta que anuncia el título -la mafia del control del juego-, hasta que llega el interés amoroso encarnado por esa belleza celestial -y un tanto estereotipada- de Emily Browning para cambiarlo todo.
Ese triángulo al que hacía referencia sigue repitiéndose en la metodología narrativa porque también Leyenda: la profesión de la violencia cuenta tres historias; la del amor entre Reggie y Frances, la del vertiginoso ascenso y caída de la organización criminal de los gemelos Fray, y la de la insania y tono inquebrantable del vínculo fraternal entre Ronald y Reggie. La anécdota de base real es tomada por Brian Helgeland (Corazón de caballero, Revancha) a modo de biopic y narrada desde el punto de vista de Frances, quien termina aportando la cuota de cordura necesaria para medir los alcances morales. Porque al parecer Helgeland necesita definir ciertas situaciones y excesos implantando un regente moral. Quizás uno de los pocos pecados del director sea no dejar que se juzguen esas cuestiones desde fuera de la pantalla e intentar justificar la muerte de otros “profesionales de la violencia” a los que considera menos dignos de mantenerse con vida que sus eventuales verdugos.
La voz de Frances comienza haciendo una descripción en off de los Krays, incluso poniéndolos en el mismo nivel de importancia aunque su relación fuese sólo con Reggie mientras que con Ronald se limitara apenas a una suerte de trato frío obligado por el vínculo. Pero lo hace, los describe de manera omnisciente como a seres entrañables de su familia a quienes extrañará dolorosamente -sin dar detalles del por qué del distanciamiento- y de igual manera a pesar de todo. Intenta poner en palabras lo que luego en acción cobra dimensiones difíciles de aceptar para quien desee una relación convencional. Porque luego todo se degenera y es ella misma quien deberá buscar un límite o proponer una elección. Pero el objetivo de los Kray siempre fue claro aún desde antes de conocerla: avanzar con su propia organización, exterminar a los rivales de su estatura y pactar con los grandes, sabiendo en qué momentos deben pelear, en cuáles ponerse firmes o simplemente bajar un poco la guardia para ganar en una negociación. Y aunque ella, la Frances dentro de la historia lo sufra, la voz omnisciente parece entenderlo, al igual que a la larga y sin mucho esfuerzo gracias a ella, lo hará el espectador.
El cuento resulta efectivo en parte gracias a que el “trío” de intérpretes funciona de maravillas y se completa con una segunda línea que sabe incluir a los sospechosos de siempre, esos soportes esenciales como los buenos de Paul Bettany, David Thewlis, Christopher Eccleston y el rescatado Chazz Palminteri -hablando de sospechosos habituales- que volvió de los 90 para que las nuevas generaciones puedan ponerle un rostro digno a los jefes de la mafia en las producciones del género.
Podría objetarse algún detalle como el uso de ciertos clichés para definir relaciones insanas entre hermanos o socios de empresas -delictivas o no- que la conducen a su caída. Es la aparición inevitable de ese enemigo interior que atenta contra la evolución perfecta cuando ya no existe competencia externa. También es cierto que los personajes que terminan muriendo de una manera violenta lo hacen a la usanza tradicional, es decir buscando que el espectador los desprecie y empatice con el asesino. Se hubiese agradecido menos justificación para algunas ejecuciones pero no se puede culpar al director/guionista por aplicar una fórmula de éxito tan probada. La realidad es que Helgeland compone escenas y planos de una manera tan agraciada -y con bandas de sonido prodigiosas como en este caso- que convierte a la violencia en un personaje más, acompañando a la historia sin dañarla y llevándola hacia una evolución lógica. Hay lealtad, traición, locura, prejuicios y muerte en dosis aceptables para que todo fluya y converja hacia un final más que razonable.
Pero no existen objeciones que alcancen para restar méritos: Leyenda: la profesión de la violencia es una historia de criminales que no carece de pasiones ni de afectos genuinos, esos que a la larga afectan cualquier negocio por frío y calculado que sea. Y todos sabemos que el amor vence al odio, salvo que tengas una .38 o un puñal en el bolsillo y estés dispuesto a usarlos para defenderlo.