Acostumbrados a tantas representaciones cinematográficas de posesiones demoníacas y exorcismos, lo que nos sorprende de este documental es hasta qué punto se superponen la realidad y la ficción. Porque si bien los poseídos en la película de Federica Di Giacomo no son exactamente como los que filmaron William Friedkin o James Wan, tampoco son tan distintos. Llegamos a sospechar que sus golpes, gritos y voces roncas o satánicas están influidos por el cine y la literatura, como si ellos hubieran sido embrujados no necesariamente por el demonio sino por una metáfora, una visión agónica de la existencia que recuerda al famoso poema de Dylan Thomas, ese que dice: “Rabia, rabia ante la muerte de la luz”.
El Padre Cataldo es un sacerdote exorcista en Sicilia. Muchos de sus pacientes –por llamarlos de alguna manera– o no son creyentes o no lo eran hasta hace poco. Solo buscan una solución a sus problemas y no han podido encontrarla a través de las vías convencionales de la medicina y la psicología. Una de las protagonistas, antes de acudir al Padre Cataldo, probó suerte con innumerables neurólogos, quienes no alcanzaron a explicar –o directamente ignoraron– sus reiteradas molestias físicas. Otro, un joven lleno de tatuajes y piercings, no sabe cómo justificar sus imprevisibles ataques de nervios. Y una adolescente, arrastrada a la iglesia por sus padres, parece una típica teenager reservada hasta que entra al templo de Dios y se le transforma la cara, su boca ensaya mil muecas y sus ojos se vuelven blancos. Para los tres, la posesión demoníaca es una posible manera –quizás la única– de entender lo que les está ocurriendo.
Ante las imágenes de condenados que patalean en el piso, que gritan como si apenas fueran humanos, que hablan en tercera persona o en nombre del demonio, que pierden el conocimiento o que tiemblan al ser salpicados por agua bendita, al espectador no le queda otra posibilidad que recurrir al famoso apotegma socrático y admitir que lo único que sabe es que no sabe nada. Federica Di Giacomo ni juzga ni intenta explicar, sólo muestra algo casi inentendible, al menos desde una perspectiva racional y secular. Es la expresión de un límite: más allá de estos rostros contorsionados, lo indecible, el misterio.
Por otro lado, está la presencia de la cámara. Los personajes nunca miran al objetivo, nunca reconocen que están siendo filmados. Y los documentalistas no intervienen ni con su voz ni con su cuerpo. Al mismo tiempo, la complejidad del montaje y la pluralidad de tomas comprueban que el proceso de filmación no pudo haber pasado inadvertido. Debemos preguntarnos, entonces, si lo que vemos en la pantalla son actuaciones, si el acto del registro interviene en los eventos registrados. Lo que sí parece ser genuino es la emoción y desesperación de los endemoniados, que la iglesia administra con una mezcla de compasión y burocracia. En una escena, quizás de las mejores de la película, el Padre Cataldo realiza un exorcismo a través de un celular, un momento que resume todo lo ridículo, cómico, preocupante y sublime tanto de su institución como del fenómeno metafísico del que se ocupa como un funcionario de lo espiritual.