¡Qué valor viejo! Digámoslo como es. Después de lo hecho por William Friedkin en “El exorcista” (1973), hay que tener cojones para hacer una de terror con exorcismos pretendiendo originalidad y sorpresa. Linda Blair abría un baúl (previo antecedente brillantemente instalado), un vientito le daba en el rostro y ya estaba con el diablo en el cuerpo. Sólo quedaba ver el agravamiento de la nena a través de la cual Satanás escupía las miserias, debilidades y otros productos de la digestión humana. Estaba todo tan excelentemente contado que la secuela fue un verdadero plomazo insoportable.
Ojo, nadie en el mundo lo entendió porque italianos, franceses, alemanes y hasta japoneses, quisieron su versión de gente poseída... No hubo caso. Una peor que la otra, ya sea por imitación de la original o por no saber manejar la línea divisoria del ridículo. Imposible acordarse de tantas imitaciones vanas. porque además ninguno pudo tampoco proponer nada nuevo a la hora de mostrar el poder diabólico: vientitos, portazos, objetos que se mueven solos, pasajes bíblicos reinterpretados, etc. En cuanto a la víctima poseída, acá sí que hay necesidad de felicitar a Satanás por la hegemonía estética lograda en cuarenta años ininterrumpidos de posesiones: ojos vidriosos o blancos, dientes bien amarillos, pelo despeinado, escritura con sangre en alguna parte del cuerpo, risa de motor de Rastrojero y, por supuesto; una tremenda voz que se escucha como un coro integrado por una soprano disfónica, el “coco” Basile y “mostaza” Merlo. Es así. No le demos más vueltas.
Puede haber más, pero ahora sólo recuerdo un par de estrenos que pudieron (sin salirse de estos códigos) ofrecer una variable. Una era “Constantine” (2005). Estaba basada en un comic, es cierto, pero proponía un universo propio de lucha del bien contra el mal. La otra era “El exorcismo de Emily Rose” (2005) cuya apuesta iba hacia la sutileza más que al gore, pero principalmente focalizaba la atención en el juicio a un sacerdote que había practicado un exorcismo trazando un paralelo entre la justicia humana y la divina, mientras los flashbacks reconstruían el hecho per se (aprovechando esos momentos para generar tensión visual).
Justamente el director de la última mencionada, Scott Derrickson, vuelve sobre la misma variable con “Líbranos del mal”, pero en lugar de un juicio tenemos una investigación policial bien condimentada. Luego de una introducción en la cual tres soldados norteamericanos en Irak bajan a una cueva donde pasa “algo”, la historia nos traslada a la ciudad de Nueva York. El sargento Sarchie (Eric Bana) anda muy ocupado combatiendo el crimen, casi sin tiempo para la familia. Su turno no comienza bien cuando a la noche encuentra un bebé muerto y abandonado. La cosa se va poniendo espesa con una serie de muertes que poco a poco van teniendo algún tipo de conexión. El comportamiento humano se oscurece. Llama la atención, por ejemplo, la denuncia a una señora que en plena visita al zoológico toma a su bebé y lo arroja a la jaula de los leones. Pronto, este tipo de manifestaciones llevan a Sarchie, y a su partenaire Butler (Joel McHale), a conocer al cura Mendoza (Edgar Ramírez), un ex--adicto devenido en ayudante de Dios. Lo demás debe averiguarlo el espectador.
El realizador hace bien en confiar en su capacidad para narrar una investigación. En definitiva, “Líbranos del mal” es eso. Un policial con elementos sobrenaturales que actúan en forma secundaria a la trama, generando una buena dosis de intriga. Hay un buen acompañamiento de la banda sonora, no sólo por su aporte al subrayado, sino por la evasión al exceso dejando que el silencio también tenga su protagonismo. Además, también se logra una buena construcción de personajes en función de los antecedentes que los llevan al punto de cuestionar su propia fe en Dios o la futilidad de la misma. Por eso se refuerza el concepto de familia, ya que esta investigación aleja al protagonista de la propia sin reparar en que eso es precisamente lo pretendido por el enemigo.
Será mejor no entrar a debatir el discurso, porque “Líbranos del mal” lo tiene sin eufemismos.: El diablo está en Irak, y ahora en casa amenazando a la forma de vida estadounidense. No somos tan tontos a la hora de ver una propaganda. Si nos detenemos allí toda la película resulta insoportable, aunque el mensaje sea un enunciado más que un desarrollo. Mejor quedémonos con un entretenimiento bien contado. En definitiva, es lo que el espectador va a ir a buscar al cine con esta película, y por cierto que lo va a encontrar.