Un exorcismo demasiado previsible y moralista
Que un cura invite a tomar un trago, fume y mire sin disimulo a la "camarera", no es más que una actualización del catolicismo convencional -como afirma Román Gubern- del que se vale el cine norteamericano. La imagen de exorcista "cool" que compone Édgar Ramírez en Líbranos del mal está en sintonía, dado el caso, con la que propone Paul Bettany en Priest: El vengador (2011). Ambos, un disparate.
La raíz ejemplar, se sabe, es una obra maestra: El exorcista, de William Friedkin. A partir de allí, varios vaivenes similares, que alcanzan a un film reciente, moralista: El conjuro (2013). Con un afán de sustento desde el presunto "hecho real", El conjuro enhebra una lectura sin fisura, maniquea. Otro tanto sucede con Líbranos del mal, en donde la gracia divina aparece para pelear contra el demonio que persigue, desde Irak, a unos marines malditos.
La "contaminación" llegará a casa, entre situaciones escabrosas -la madre que arroja a su hijo a los animales del zoológico-, pistas en latín y mordidas caníbales. Serán dos los personajes que traben fuerzas, cual buddy movie. Por un lado, el sacerdote referido; por el otro, un policía atribulado (Eric Bana). Este último, con una familia que proteger. Los dos son peso y contrapeso, razón y fe, disparos y cruces.
Acá lo raro o curioso. Cuando finalmente se llegue a la escena exorcista, entre ecos que invariablemente dialogan con el film pionero (dialoga mejor, por ejemplo, ¿Y dónde está el exorcista?, con Leslie Nielsen y la mismísima Linda Blair), la situación sucederá dentro de un destacamento policial, en la sala de interrogatorios. La escena recuerda una sesión de tortura. Lo llamativo es que el poseído -o torturado- sería, irónicamente, el marine. En este sentido, la operación simbólica del film es doble. Por un lado, la legitimación de la tortura a través de la cruz y los salmos (no hay que cejar en lo que se está haciendo, se trata del demonio); por el otro, el salvataje espiritual del soldado norteamericano (la tortura no es sobre él, sino cifrada en él, dirigida al Otro).
De esta manera, Líbranos del mal es un film siniestro. No por exponer un juego malsano, que incomode, perturbe; sino por legitimar un ejercicio ideológico de manifestación bélica. Un plano detalle, final, sobre la medalla bendita dice como conclusión todo lo que el film es.
La película anterior del mismo director, Scott Derrickson, había sido la notable Sinister. Allí había casa embrujada, secreto raro, películas en Súper 8 con muertes, mucho fuera de campo. Un film sorprendente. Bien lejos de esta puesta en escena conciliadora, homogénea, reaccionaria, atenta a los clichés del cine cristiano más tosco.