Entre dos infiernos
Ese infierno tan temido para el cine mainstream y el subgénero más rentable del terror no es otro que el de las posesiones demoníacas, a veces en pequeños pueblos rurales y otras en grandes urbes pero siempre bajo la misma fórmula que se reitera bajo distintos argumentos basados en hechos reales, novelas autobiográficas o recortes periodísticos de rara procedencia.
En muchas ocasiones con más suerte que otra, desde diferentes propuestas cinematográficas, de calidad dudosa la mayoría de ellas, se pretende sorprender a un público ávido con alguna vuelta de tuerca aunque nunca lo suficientemente atractiva porque todos los lugares comunes de este tipo de argumentos se respetan.
Líbranos del mal, dirigida por Paul Harris Boardman y Scott Derrickson (Sinister), no es la excepción a la regla a pesar de la música de los Doors para amenizar la velada o la apertura de una subtrama policial que se desliza detrás del entramado macabro que involucra una serie de personajes vinculados a un pasado que se remonta al conflicto de Irak en 2010. Allí, tres marines, luego retirados de la fuerza por conductas impropias, tomaron contacto con un mensaje del maligno por el cual se invoca (de ahí el título original luego descartado Invocamus) al demonio para que cruce un portal y así desate toda su furia en la Tierra.
Como no podía ser de otra manera, el oficial encargado de resolver algunos asuntos domésticos menores que se entroncan en cierta medida con los soldados anteriormente mencionados (una madre arroja a su bebé a un río, unos pintores toman contacto con las escrituras en un sótano) lleva en sus espaldas la culpa de haberse excedido con un pederasta, además de su ateísmo militante que busca toda explicación racional a esa serie de eventos sobrenaturales que lo tienen por testigo privilegiado, incluso aquellas voces o imágenes que sólo se presentan ante él y que lo hacen acreedor de un don espiritual (escuchador de almas) que para el caso es una maldición.
La correlación de los acontecimientos en la trama transcurre en un in crescendo acumulativo que aporta alguna dosis de susto por golpe de efecto o caprichos de la puesta en escena, la cual se vale de escenarios oscuros, lluviosos, callejones mugrientos para generar atmósferas propicias a los efectos decrépitos y lúgubres. Nada puede decirse del correcto trabajo en los rubros técnicos que incluyen efectos visuales o maquillaje sin dejar de mencionar el aporte del elenco encabezado por Eric Bana en su rol de policía atormentado y un simpático sacerdote latino que de a poco lo instruye y nos instruye sobre los pasos del exorcismo, demonología y la pronunciación de un español para reírse cinco minutos seguidos.
Si el espectador no tiene reparos en encontrarse con la misma película de exorcismos de siempre y se dispone a disfrutar nuevamente de cuerpos que se contorsionan, un cóctel de dialectos antiguos con frases pronunciadas en latín –faltaba el guaraní- y la mirada perpleja de los no creyentes que siempre terminan más cerca de la senda del señor, este film no los defraudará aunque desde estas filas exclamamos a los cuatro vientos que por una vez nos libren del mal cine.