La nueva película del realizador de «Petróleo sangriento» se centra en la relación entre un adolescente y una veinteañera que se conocen y viven juntos varias aventuras en las afueras de Los Angeles en 1973. Con Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn y Bradley Cooper.
Hay un curioso cambio de eje y, quizás, hasta de perspectiva en la versión del clásico coming of age que presenta Paul Thomas Anderson en LICORICE PIZZA. Aquí, el personaje al que le toca en suerte el prototípico descubrimiento del mundo en la adolescencia no tiene los ojos enormes ni parece sorprenderse con lo que se encuentra. Es casi a la inversa. La chica mayor de la que se enamora –la que tiene, quizás, unos diez años más que él– tiene menos mundo, menos «calle». No se trata de un tema de edad sino uno de experiencias. Y Gary las tiene o cree tenerlas. Alana no. O cree que no. En el romance platónico que tienen ambos es ella la que parece absorber más cosas, la que de entrada más se siente abrumada por las novedades y los cambios. El secreto, quizás el movimiento de piezas más sutil de la película, es que todo el bagaje de supuestas sabidurías con las que carga el experto Gary se empezarán a desdibujar a partir del descubrimiento de eso que, en la década del ’70 en la que transcurre esta extraordinaria película, solían llamar amor. Y para Alana el recorrido será opuesto: su fragilidad emocional encontrará un reparo, un refugio, en el amable rostro de este emprendedor y extravagante adolescente que sería capaz de dar todo por ella.
LICORICE PIZZA es una película romántica en el sentido más amplio y generoso de la palabra. No es una historia de amor en un sentido estricto –por la diferencia de edad hay ciertos límites que los protagonistas no pueden pasar y no porque Gary no quiera– ni tampoco un film que mira al pasado con nostalgia fetichista, pero sí una a la que se nota enamorada de las experiencias vitales, de las cosas que uno hace y las personas con las que uno se encuentra que te cambian la vida. No tienen que ser, necesariamente, cambios radicales. Son, en su gran mayoría, esas desventuras que se vuelven anécdotas y luego se convierten en leyenda. Aquí no hay teléfonos celulares ni planificaciones online. Acá uno sale a la calle y la vida te lleva puesto, te agarra de los pelos, te sube a un avión que va a Nueva York, te pone en una moto junto a una alcoholizada estrella de Hollywood, te mete en líos con un productor de cine o con una actriz de televisión, te hace abrir un negocio y cerrarlo, abrir otro y esperar que funcione, te hace correr, correr, subirte a autos y camiones y quedarte sin nafta y poner marcha atrás sin saber con qué te vas a topar. Te arrastra a vivir historias que formarán parte de tu vida para siempre.
«Yo nunca te voy a olvidar», le dice Gary (Cooper Hoffman, el hijo del fallecido Philip Seymour Hoffman) a Alana (Alana Haim, la guitarrista del trío Haim que integra con sus hermanas) cuando la chica, impresionada por la breve pero para ella impactante carrera como actor de su nuevo amigo adolescente, asume que su peculiar primera cita tomando una Coca-Cola en un bar de celebridades será algo muy poco memorable en la vida de él, que se presenta a sí mismo como una futura estrella. «Pero vos nunca te vas a olvidar de mí tampoco», agrega, con esa canchera seguridad con la que parece andar por la vida. Entonces no tiene forma de saberlo –se conocieron esa misma tarde cuando Gary encaró a Alana mientras hacía la fila para sacarse la foto del anuario escolar– pero será totalmente cierto. La vida de ambos no será la misma después de haberse topado el uno con el otro. Y más allá de las diferencias de edad, de los celos y disputas, de la imposibilidad de ponerle a esa relación un nombre y un título (en esa época, esas definiciones eran más necesarias que ahora), no hay dudas que esta una historia de amor y la película, una comedia romántica.
LICORICE PIZZA no tiene una trama sino una colección de experiencias. Es anecdótica, sí, pero sus separadas viñetas se entremezclan, se convierten en un todo por momentos indefinible. Si uno pusiera en una coctelera similares dosis de AMERICAN GRAFFITI, HABIA UNA VEZ EN HOLLYWOOD y, quizás, films como DAZED AND CONFUSED podría encontrar un sabor con ciertas similitudes a lo que Anderson presenta en ésta, su más descontracturada, vital y jovial película, una hang-out movie en la que uno quisiera quedarse a vivir. Y la comparación con la de Tarantino es menos descabellada de lo que parece. De hecho, no solo comparten un tono anecdótico y una época de cambios en Los Angeles y en la industria del cine, sino que pueden ser vistas como dos caras de una misma moneda. Ahí donde QT ve un potencial combate que exacerba la tensión generacional y la conduce hacia la violencia, PTA continúa con su propuesta y la lleva hasta las últimas consecuencias. Sus personajes y él mismo parecen decir que sí, que el mundo que nos rodea a veces puede ser horrible, violento y peligroso, pero la mejor manera de hacerle frente es teniéndose el uno al otro.
El recorrido de la película tendrá varias postas, que será mejor descubrirlas al verlas. Pero esas anécdotas y desventuras (todas podrían empezar con un «te acordás cuando fuimos a…» en una reunión, o una charla de pareja, treinta años después) estarán atravesadas por ese tira y afloje que existe entre Gary y Alana. El chico de 15 querrá que la de 25 sea su novia –o bueno, al menos que le comparta cierta información visual– pero ella no querrá o no podrá. Y así se irán celando: ella tendrá otras parejas que lo pondrán a él más que nervioso y viceversa. Se unirán para hacer negocios cuando el imparable Gary decida empezar a fabricar y vender camas de agua (y, más adelante, se meterán en otro negocio más) pero también se toparán con la realidad en la forma de la crisis económica de 1973 que les trastocará sus planes. El intentará hacerla entrar al mundo del show business para encontrarse, con cierta incomodidad, con el hecho de que ella quizás sea mucho mejor que él en lo que supuestamente es su especialidad. Ella, por su parte, querrá adentrarse en política, pero se topará con que la misoginia y la hipocresía son iguales en todos lados. Y, en medio de todo eso, correrán de acá para allá, una y otra vez, para usar al menos una parte de esa energía que parece sobrarles.
La inteligente movida que hace el realizador de PETROLEO SANGRIENTO y BOOGIE NIGHTS –la más cercana a esta de todas sus películas– es que no necesita alterar el tono liviano de lo que cuenta para dejar en claro que la vida en 1973 no era todo «color de rosa» y que esta película no dice, necesariamente, que todo tiempo pasado fue mejor. A diferencia de otras películas o series sobre jóvenes y adolescentes (pongan acá la que quieran), PTA se aleja de todo tipo de gravedad en lo que respecta a la factura audiovisual, al modo de presentar su historia. Aún cuando uno vea y sepa que hay cosas terribles sucediendo alrededor de los protagonistas, en general el acento está puesto en la manera en la que, ante la peor o más incómoda circunstancia, siempre se están buscando para sostenerse, aún con sus conflictos y diferencias.
En ese combo de extravagantes anécdotas (en las que aparecen Bradley Cooper, Tom Waits, Sean Penn, Benny Safdie, el gran John Michael Higgins en un par de muy graciosas escenas al borde del cringe, entre muchos otros, incluyendo a toda la familia de Alana Haim interpretando a… su familia), LICORICE PIZZA presenta una serie de personajes contradictorios, algunos de ellos quizás hasta detestables, pero siempre lo hace desde el humor y desde el juego con los propios clichés que ellos –que en casi todos los casos se basan en personas reales– representan. No hay juicios ni sentencias ni altisonantes declaraciones de cómo son las cosas y cómo deberían ser, quién es una «buena persona» y quién no lo es. La evidencia se presenta en los actos, en los comportamientos. Y Anderson sabe que el público reconoce las diferencias y las contradicciones sin necesidad de poner las cosas en mayúscula.
Además de una banda sonora excelente que combina algunos grandes éxitos con otros temas un tanto menos conocidos de artistas como Paul McCartney, David Bowie, The Doors, Donovan y Blood, Sweat & Tears, entre otros, y una fotografía y un diseño de producción que transportan al espectador a ese momento sin necesidad de enrostrarnos en la cara fetiches de época guardados ni vestuarios en exceso rimbombantes, el gran secreto de LICORICE PIZZA pasa por Hoffman y Haim, dos actores sin experiencias pero con mucho talento cuyos rostros frescos e inagotable energía se trasladan sin esfuerzo al espectador. Uno sabe que las vidas de esos dos jóvenes no será la misma después de esas experiencias y, especialmente, tras haberse conocido el uno al otro. Y Paul Thomas Anderson tiene el talento y la generosidad de ponernos al lado suyo en el que terminará siendo uno de los años más importantes de sus vidas. Al final, es evidente que ella no se olvidará de él, que él no se olvidará de ella y que nosotros no nos olvidaremos de ninguno de los dos.