Gary y Alana, en colores y en movimiento. En medio de los preparativos para unas fotos en su colegio, Gary, rubicundo adolescente, vislumbra a Alana, una joven delgada y morocha, de encanto no convencional y con aires de autosuficiencia, de la que queda prendado. Se acerca y hablan mientras caminan, expresándose con un largo plano secuencia –y la voz de Nina Simone sonando de fondo– el dinamismo de ambos personajes y el bullicio en el que se mueven.
Alguien podría decir que todo lo que sucede después es la sucesión de problemas (admiración, celos, desconfianza, acercamientos, discusiones) que van afectando esa relación, pero en realidad no es lo más importante de Licorice Pizza. En principio, porque se trata de un quinceañero y una chica diez años mayor, que se quieren sin definir su vínculo –los argentinos diríamos que son claramente amigovios– y no sufren por presiones ajenas sino por sus propias dudas (sobre todo de ella, ante ese pibe emprendedor).
No es (como en las telenovelas o en muchas películas de fórmula) el demorado encuentro sexual o el casamiento el objetivo último: si están profundamente enamorados, si desearían compartir un momento de intimidad pero no se animan o si lo suyo es una hipnótica amistad no le importa mucho a nadie. Al finalizar el film algo puede cambiar entre ellos, o no; mientras tanto, resulta saludable que las piezas aptas para armar una previsible comedia romántica se escapen un poco de las convenciones, incluso por el hecho de que Paul Thomas Anderson haya desestimado a figuras de moda para encarnar a Gary y Alana, prefiriendo la sinceridad que son capaces de transmitir Cooper Hoffman (que parece una versión algo desmañada del Patrick Fugit de Casi famosos) y Alana Haim (quien con este trabajo seguramente pasará, por mérito propio, de integrar con sus dos hermanas la banda Haim a recibir nuevas propuestas como actriz).
Por otra parte, la acción transcurre en 1973, en el Valle de San Fernando, California, y tanto Gary como Alana transitan ámbitos vinculados al espectáculo, la música y la exposición comercial, todo lo cual permite introducir al espectador en un universo pletórico de colores y movimiento, con citas a películas y expresiones culturales de la época que no son tanto guiños para iniciados sino elementos para dar forma a un fresco palpitante.
De alguna manera, a lo largo de poco más de dos horas, el clima de Licorice Pizza es el de una fiesta juvenil: se ríe, se come y se bebe, se conoce gente, sobreabundan la música y los encuentros casuales, las conversaciones son interferidas por diversos contratiempos, hay alegría y resaca, tensión sexual y confusiones, aflorando ocasionalmente algunas formas de agresividad. Tal vez por esto mismo el film narrativamente es desparejo, con secuencias que crecen en interés y en extensión junto a otras que se diluyen sin llegar a desarrollarse en términos dramáticos, así como las apariciones de algunos actores conocidos (Bradley Cooper, Sean Penn, Tom Waits) son como personajes más o menos excéntricos que llegan y se van de la fiesta. A diferencia de las que probablemente sean sus dos mejores películas, Embriagado de amor (2002, de líneas narrativas que no se dispersaban a pesar de su estilo muy suelto) y El hilo fantasma (2017, donde todo estaba en su punto justo salvo las emociones de los personajes), aquí Anderson vuelve a mostrarse brillante como director pero maniobrando un guion algo disgregado.
Entre los momentos graciosos, los gags provocados por caídas y contratiempos con una moto o un camión son mejores que ciertos diálogos (como la discusión sobre la pronunciación del apellido de Barbra Streisand), y entre los aciertos cabe destacar la intervención de la política, sobre todo por los empeños de un joven candidato a alcalde (encarnado por Bennie Safdie, actor y codirector junto a su hermano Josh de la notable Good Time), para quien comienza a trabajar Alana. A diferencia de, por ejemplo, Había una vez… en Hollywood (2019, Quentin Tarantino), aquí asoman problemas reales y responsables con nombre y apellido (la escasez de combustible por las medidas del gobierno de Richard Nixon), en tanto el mencionado candidato, inexperto pero amable y de nobles intenciones, debe lidiar con el lado turbio de las pujas políticas. En ese segmento, Alana se enfrenta también a una realidad que, más que asustarla la conmueve, como lo demuestra el emotivo abrazo que le dispensa a quien para ella es casi un extraño, uno de los varios gestos de solidaridad a lo largo del film. Vale agregar, de paso, que si Gary y Alana se desenvuelven con independencia no es por obra y gracia del destino o porque sus familias sean adineradas: trabajan, de lo que pueden y como pueden, sufriendo más de una desilusión.
Aunque los argentinos no tenemos la posibilidad de ver Licorice Pizza en 70 mm (como se ha exhibido en varias ciudades europeas), se disfruta compartir las idas y vueltas de sus queribles protagonistas, registradas en 35 mm y sin la injerencia de crueldad alguna.
Por Fernando G. Varea