Protagonizada por los debutantes Cooper Hoffman y Alana Haim
Licorice Pizza, la nueva película de Paul Thomas Anderson, director de Punch-Drunk Love (también conocida como Embriagado de amor, una muy buena opción para los que bromean con ver proyectos con Sandler, porque les va a encantar) y de El hilo fantasma, llega a los cines. Y no se trata de la típica coming of age, aunque a ciencia cierta es muy difícil escapar de las normas más o menos elásticas de este género del cine juvenil-dramático respecto del crecimiento de su protagonista.
En el caso que nos ocupa en esta reseña, dicho crecimiento se produce de manera confusa, incluso cuando parece que no está ocurriendo. Y los cambios vienen desde un lugar que parece inesperado. Alana Kane (Alana Haim) se presenta como una heroína que adolece más tarde de lo que le corresponde, y se ocupa de ayudar a volar a su contraparte/objeto de afecto a la vez que logra desembarazarse de los escollos que tienen que ver con la zoncera de un primer intento de relación o con la férrea imposición paterna a todo lo que se vea como una amenaza potencial.
Cualquiera sea la opción, el personaje de Haim evoluciona aunque sea a un teórico destiempo, a un compás desordenado, y logra así, a pesar de no poseer una intención clara en ese sentido, o no poseer consciencia de ello, que el niño-joven de nombre brillante, similar al de una gran estrella (Gary Valentine protagonizado por Cooper Hoffman), pueda entender el mundo que lo rodea.
Es ahí que se ordenan los pensamientos y el amor, que no es otra cosa que ese gran paso que puede darse simplemente cuando la sensación de “estar listo” acomete, se hace presente. Pero esa es otra historia.
Licorice Pizza es una película suciamente poética para disfrutar.