"Licorice Pizza", de Paul Thomas Anderson: la felicidad a los 15 años
La nueva película del realizador de "Petróleo sangriento" se disfruta como ninguna otra de su filmografía, tiene en sí una felicidad que parece de otro director. Y a la vez ningún otro podría haberla hecho.
¿Será posible? El de Licorice Pizza, ¿es el mismo director de películas tan oscuras, tan enfermizas, con personajes tan obsesivos como los de Petróleo sangriento, The Master y El hilo fantasma? Y el megalomaníaco realizador de Magnolia, o el sórdido retratista de Vicio propio, ¿dónde está en Licorice Pizza? Es cierto que Paul Thomas Anderson (Studio City, California,1970) también dirigió Boogie Nights y Embriagado de amor, que quizás podían pasar equívocamente por comedias, pero aunque tenían momentos de humor no lo eran. Había demasiada psicosis en sus personajes. En cambio, Licorice Pizza se disfruta como ninguna otra película de su filmografía, tiene en sí una felicidad que parece de otro director. Y a la vez ningún otro podría haberla hecho.
Valle de San Fernando, California, 1973. El lugar y la época de Licorice Pizza no sólo tienen mucho que ver con la historia personal de Anderson, que sigue viviendo por allí, no muy lejos de donde nació y creció, sino también con un espacio y un tiempo en el que se siente como en casa. Quizás ningún otro director estadounidense sepa como él –que filma en el glorioso formato analógico de 70mm- cómo es la luz en el sur de California. Y, en éste caso en particular, cómo era cuando el presidente Richard Nixon se quejaba por televisión de la crisis internacional del petróleo, que era capaz de dejar de a pie a todo un Estado que no sabía –y sigue sin saberlo- lo que es moverse si no es sobre cuatro ruedas.
En esas autopistas de día cegadas por el sol, en esas calles suburbanas por la noche iluminadas apenas por unos pocos faroles o carteles de neón, se conocen, se celan, se persiguen y se aman Gary y Alana (Cooper Hoffman y Alana Heim, debutantes ambos). El problema es que él tiene 15 años y ella 25. Pero Gary, desde la primera escena, cuando se conocen en la high-school (él tiene que sacarse la consabida foto anual, ella es la sufrida asistente de un fotógrafo mano larga) está seguro de que Alana es la mujer de su vida. Y se lo dice ahí mismo, apenas la ve, con todas sus hormonas estallando en forma de granos en su cara. Y a pesar de la diferencia de edad y del acné de Gary, ella (que tiene una belleza en las antípodas de la clásica rubia californiana; de hecho es morocha y judía) acepta su invitación a cenar sin saber muy bien por qué.
De ahí en más, todo es de una rara, dichosa locura en Licorice Pizza, porque ese desajuste de edades no está visto por Anderson como una circunstancia angustiosa sino como el punto de partida para una serie de situaciones a cuál más lúdica y absurda, en las cuales tiene mucho que ver el ambiente en el que se mueven. Como buena hija de una familia de clase media de valores tradicionales, Alana no está dispuesta a acostarse con un menor de edad. Ella no es una hippie y además para sus ojos (y los de cualquiera) Gary todavía es casi un niño. “Kid!”, le refriega furiosa una y otra vez a ese chico que está genuinamente enamorado. Pero a la vez, Alana no puede prescindir de él, de sus sentimientos puros y verdaderos. Ni de sus excentricidades, que van desde ser actor juvenil en Hollywood hasta armar un irresponsable negocio de venta a domicilio de colchones de agua junto a su hermano menor y sus compañeros de colegio, con un entusiasmo digno de mejor causa.
Anderson ha reconocido que su fuente de inspiración –además del American Graffiti (1973), de George Lucas- fueron los recuerdos y anécdotas de su amigo Gary Goetzman, que tuvo su cuarto de hora de fama como uno de los hijos de Lucille Ball en la comedia Los tuyos, los míos y los nuestros (1968). Y que hacia 1973 todavía se seguía representando a la manera de un show en escenarios de Las Vegas y estudios de TV de Nueva York. Esa circunstancia da pie a uno de los varios momentos bizarros de Licorice Pizza, cuando Gary consigue que Alana viaje con ella a Manhattan como su tutora legal, porque él era menor de edad.
Además de Lucille Ball, otros famosos del Hollywood del pasado se ven mezclados en las aventuras de Gary, Alana y su pandilla. El veterano William Holden (a cargo de Sean Penn) quiere conquistar a Alana recitándole sus líneas románticas en Los puentes de Toko-ri (1954), además de montar un improvisado show motociclístico que sólo es posible por su exceso de alcohol en sangre, potenciado por el de un viejo director amigo (Tom Waits) que se encarga de la puesta en escena. Y ni qué hablar del imposible estilista y productor Jon Peters (Bradley Cooper imitando al Warren Beatty de Shampoo). Por entonces, Peters era la pareja de Barbra Streisand y no tiene mejor idea que comprarle una de esas novedosas camas de agua a Gary y Aldana. Lo que da pie a una escena cómica que parece escapada del mejor período de Blake Edwards.
Lo esencial, sin embargo, es que cada vez que Gary o Aldana están en problemas no podrán evitar correr –literalmente- el uno hacia el otro a socorrerse, a encontrarse, a abrazarse, porque no pueden vivir sino están juntos, por más platónica que sea su relación. Al fin y al cabo -aunque cueste creerlo en Anderson- se trata de una comedia romántica. Quizás demasiado larga, como suele suceder en un director con tendencia al exceso (la subtrama del político gay interpretado por Benny Safdie diluye su potencia final), pero siempre alegre, feliz, obstinadamente optimista. Y reforzada por una banda de sonido que -de Nina Simone a Paul McCartney pasando por Sonny & Cher y The Doors- es dramáticamente muy orgánica y no tiene desperdicio.