Un humor extrañado sazona la cálida y fluida propuesta de la nueva película de Paul Thomas Anderson. Unos personajes con inmenso corazón y un deseo de trascendencia mayúsculo habitan el Valle de San Fernando, en la California de los años ’70, aquella que vio crecer al realizador. Postal de un tiempo pasado mejor. Por ello, no nos resultan ajenos tintes autobiográficos presentes en esta cinta dirigida, producida y guionada por su alma mater, un talento audiovisual sumamente interesado en incursionar en la estética de videoclips, junto a bandas como Radiohead. La coordenada musical se sostiene sobre un hilo de melodías indestructible. Ya desde el trailer nos ilusionábamos: suena David Bowie cantando «Life on Mars» y nos pone la piel de gallina. ¿Estamos listos para el viaje?
“Licorice Pizza” nos trae la fogosidad de un coming of age, en igual medida que una radiografía de una Estados Unidos al borde de un colapso económico. Nostálgica, es una oda evocativa que trae consigo algo de la ligereza encantadora de “Embriagado de Amor” (2004). Sexo, picardía y electricidad corren por las venas de los jóvenes interpretados por los desenfadados Alana Haim y Cooper Hoffman. Ambos debutantes. Él es el hijo de Philip Seymour Hoffman, ella está brillante. Ella se roba la película. La dupla de jóvenes personajes se aleja del canon de belleza típico hollywoodense, tampoco lo que se nos mostrará es un romance habitual. La vivacidad de un continuo movimiento nos trae el espíritu de “American Graffiti” (1971, George Lucas), gema que sobrevuela una cinta planificada mediante una labor de cámara encomiable. El tránsito al mundo adulto le debe una página al manual establecido por Richard Linklater hará su aparición, filosofando acerca de seres en transformación, dueños de su tiempo y espacio. Hay algo allí de “Dazed and Confused”, también guiños al screwaball comedy, pletórica batalla de sexos mediante. Pero todo se sugiere, nada se explicita. Puro vicio, fábula platónica, delirio de noche de bar, al otro lado de la colina que teje ilusiones en celuloide. Anderson es un cineasta clásico en formato moderno, y en sus films destaca una gran dirección actoral. Para la ocasión, Bradley Cooper, Sean Penn y Tom Waits ejerecen roles de reparto de lujo. Inevitable resulta recordar a Philip Seymour Hoffman, su hijo es la imagen viva del fallecido ganador del Premio Oscar. P.T. Anderson lo dirigió en “Magnolia” (1999), “Boogie Nights” (1996) y “The Master” (2012). Aquí, otorga prestancia a su herencia, vislumbrando un talento con brillante carisma.
La presente es una película que causara profunda división dentro de la crítica cinematográfica. ¿Se trata de un retrato que cercena la participación de la comunidad afroamericana, tan presente en la bulliciosa L.A.? No obstante, la industria se inclinó positivamente, acopiando nominaciones a los Premios de la Prensa Extranjera (Golden Globes). “Había una vez en Hollywood…” podría inscribirse en las primeras líneas de esta fábula acerca del fin de la inocencia. Paul Thomas Anderson, sin mayor pretensión, nos invita a disfrutar del viaje barranco abajo y sin frenos, literalidad inclusive. Y lo hace trazando conexiones con una historia que se desarrolla en el epicentro del mundo del entretenimiento. Su narrativa episódica nos traerá a la mente el último film de Quentin Tarantino. Un trasfondo colorido acompaña una propuesta atiborrada de influencias y marcas de estilo de indudable procedencia. ¿Es el director de «´Pozos de Ambición» y «El Hilo Invisible» el mejor cineasta de su generación? Muchos cinéfilos asentirían sin dudarlo, luego de disfrutar de este festín para los sentidos.