DE AMOR Y JUVENTUD
La cámara de Paul Thomas Anderson se mueve como ninguna otra en el cine contemporáneo. Se mueve con elegancia, pero también puede hacerlo con furia si la situación lo requiere, porque Anderson utiliza el plano y el movimiento de cámara que cada escena necesita, que sus personajes necesitan. Uno no puede imaginar un plano de una película del director desde otro lugar, aunque tal vez lo de Licorice Pizza roce la perfección: una película que es como una montaña rusa emocional plagada de grandes momentos, como un grandes éxitos, el grandes éxitos de Gary y Alana, los protagonistas de esta historia de amor arrebatadora y embriagante. Una película luminosa como ninguna otra que haya filmado el propio Anderson, más cercano en el último pasaje de su filmografía a cierto barroquismo trágico. La escena que inicia Licorice Pizza es una demostración empírica de todo esto: un plano largo que acompaña el diálogo de seducción/rechazo entre Gary y Alana, una cámara que flota alrededor de los personajes, que encuadra con sofisticación y sin dejar ninguna información afuera, y una luz que envuelve todo de un carácter diáfano. Una escena que define un mundo. Licorice Pizza podría terminar ahí y ya tendríamos la mejor película del año.
Licorice Pizza está ambientada en 1973 y narra una historia de amistad y amor. Podría ser una película nostálgica, pero lo es de una manera diferente a la que nos tiene acostumbrados el cine contemporáneo: no hay llantos ni dolores por un tiempo que no vuelve, apenas un fresco, una sumatoria de eventos que impactan en la experiencia de los protagonistas y que retratan una época. Una época en la que Hollywood era mucho más loco e imprevisible, el combustible escaseaba en Estados Unidos por conflictos políticos, la madurez se alcanzaba en la calle y la juventud era un estado de expectativa constante. A esto, Anderson lo representa con dos personajes que son una bomba de tiempo, pura energía en ebullición constante. Gary tiene 15 años, es una joven estrella de la actuación y se mete en emprendimientos improbables para su edad como la venta de colchones de agua. Alana tiene 25 y un estado de insatisfacción constante, y es un poco a la manera del Barry Egan de Embriagado de amor, un espíritu que a la incomodidad le responde con una violencia impulsiva. Cuando una de sus hermanas intente aconsejarla y le diga que tiene que dejar de enojarse con todo el mundo, Alana se levantará velozmente y le gritará “¡Andate a la mierda Danielle!”. La explosión del encuentro entre Gary y Alana, por tanto, será la del pendejo que quiere devorarse el mundo y la de la piba que ya descubrió que el mundo no es tan devorable.
Hay algo inusitado en la película de Anderson, que demuestra también su forma de ver el mundo. Bueno, recordemos que para resolver los conflictos en Magnolia generó una lluvia de ranas de proporciones bíblicas. Mucho (si no todo) de lo que pasa, desde los hechos hasta las reacciones de los personajes, bordea lo inverosímil, pero el director nunca se detiene a preguntar ni a racionalizar el asunto. Primero porque antes que nada Licorice Pizza es una comedia, extraña, lunática, como es el humor de Anderson (y a la película del director que más se parece Licorice Pizza es a Embriagado de amor, que es la comedia romántica más deforme de la historia de las comedias románticas). El humor de la película es corporal, impulsivo como las criaturas neuróticas que habitan las películas del director. Toda una larga secuencia con un camión inserta un pasaje digno de Buster Keaton. Los personajes de Bradley Copper y John Michael Higgins son extrañezas que ingresan con un grado de locura manifiesto, especialmente Cooper como el ex peluquero y productor Jon Peters que termina puteando y rompiendo cosas por las calles y de madrugada. Gary es detenido por error y tras ser liberado, no sabe si quedarse en la comisaría o escapar, en una actuación física de Cooper Hoffman que es delirante.
Pero fundamentalmente a Anderson no le preocupa el rigor verosimilista porque está contando una historia de amor juvenil y entiende que ese es el momento de la vida en el que todo es posible, en el que no hay explicaciones racionales. Anderson filma a un pibe de 15 desde la lógica del pibe de 15 y no desde la mirada del cincuentón que pontifica sobre cómo era ser joven en los 70’s. Por eso las situaciones se suceden sin demasiada lógica, por eso las elipsis parecen sintetizar un período largo de tiempo cuando en verdad son meses: la juventud es ese momento en el que el tiempo se estira y todo parece eterno, que nunca va a terminar y permanecerá en ese presente constante. Si los traveling en el cine de Anderson son un movimiento fundamental para explicar la energía de los personajes, en Licorice Pizza los traveling con personajes corriendo se multiplican y hasta un montaje paralelo hacia el final nos permite ver que el amor entre Gary y Alana se había resuelto mucho antes en sendas corridas, porque cuando el amor estalla en esa etapa lo hace alocadamente, sin prejuicios y si es con el viento en la cara, mucho mejor. Y esa energía que contagia la película, esa vibración en una última corrida que termina en abrazo y porrazo bajo la marquesina de Vivir y dejar morir. Y ese hallazgo de Anderson en los debutantes Cooper Hoffman y Alana Hain, que logran las actuaciones de su vida, aunque quede mucha vida por delante. En Licorice Pizza Paul Thomas Anderson obra el milagro de filmar el amor y la juventud -y los amores de juventud- y volverlos película.