Lilo, Lilo, cocodrilo empieza de la mejor manera. Con la feliz ayuda de la recuperada fotogenia de Nueva York, que creíamos perdida en la oscuridad de la pandemia, una cámara ágil, inquieta y movediza sale al encuentro de la pareja más improbable. Un artista excéntrico y locuaz (Javier Bardem) descubre en una tienda de especies exóticas a un pequeño cocodrilo moviéndose al compás de una canción y tarareando su estribillo. Ante sus ojos, el bicho aparece como aliado ideal para superar una larga racha de fracasos, sobre todo en la competencia de talentos de un reality show televisivo.
Pero el reptil, que pronto crecerá hasta alcanzar un intimidante tamaño, muestra detrás de toda su ternura un incontenible pánico escénico. Abandonado momentáneamente por su dueño, se convierte en la mascota de un chico (Winslow Fegley) igual de acomplejado, aunque por otros motivos. Es el hijo de una pareja recién llegada a Nueva York que ocupará ese hogar con sueños de una nueva vida, entre búsquedas y vacilaciones que la trama nunca se decide a afirmar del todo.
Aquí está el principal problema de esta comedia musical para toda la familia inspirada en los libros infantiles del autor estadounidense Bernard Waber. Sugerir todo el tiempo trazos y pinceladas de distintos rumbos sin decidirse jamás a profundizarlos. La trama parece inclinarse a indagar en la condición de “bichos raros” que tiene cada uno de los personajes centrales, sin afirmar esos esbozos por sobre un par de definiciones que no van mucho más allá de lo superficial.
No hay seguridad plena en ese planteo, que en algunos casos (como le ocurre a Josh, a quien Fegley interpreta de un modo escasamente empático) tiene que declamarse demasiadas veces como si nunca estuviese claro del todo. Sus padres, personificados por Constance Wu y Scoot McNairy, dos actores muy confiables, tampoco tienen una construcción precisa. Del otro lado aparece un vecino tan estereotipado en sus rasgos más irritantes (Brett Gelman, de Stranger Things) que no resulta nada gracioso.
Las cosas mejoran cada vez que reaparece Bardem. De la mano de su personaje (el único que muestra lo que quiere con personalidad y convicción) y del atractivo visual que ofrece la geografía urbana neoyorquina la historia sostiene, siempre con altibajos, la calidez y la energía insinuadas en aquel simpático comienzo. También funciona muy bien la sincronización de los movimientos entre los actores y el reptil animado por computadora que en las contadas funciones subtituladas tiene la inconfundible voz de Shawn Mendes. La mayoría de las copias, en cambio, cuentan en cambio con ignotas voces en español.
El atractivo de la música original parece agotarse en “Take Look at Us Now”, la bella canción magníficamente coreografiada desde el montaje que abre el relato y se repite más tarde con ligeras variantes. Los otros temas compuestos por Benji Pasek y Justin Paul (La La Land, El gran showman) ni siquiera llaman la atención y aparecen bastante lejos de estos trabajos previos, bastante más inspirados.