No resistimos indicar que Abraham Lincoln era un individuo parsimonioso y calmo, metódico y preciso, paciente y dedicado. Y partiendo de esa base, aceptaremos que el film que lo retrate (al menos en uno de los momentos más importantes de su carrera política) lo acompañe en sentimiento y carácter, amén de que su director sea uno de los mejores -sino el mejor- cuentacuentos del cine americano. Lo que más llama la atención del Lincoln dirigido por Steven Spielberg e interpretado por Daniel Day-Lewis es su voz. Presenta la rítmica de un Cafrune y el pitch de un Ale Sergi. Es extraño, pero efectivo. Dicho tono, que en el siglo que nos atañe provocaría fastidio e impaciencia, supo provocar los mayores y más respetuosos silencios de su tiempo. Particularmente cuando de abolicionismo se trataba.
No hay espacios para los porqué en el discurso de Abraham. Sólo la indicación de lo que hay que hacer y ya. No recibiremos discursos que nos expliquen su postura respecto a reventar la esclavitud en mil pedazos, al menos no de su boca. Sí recibiremos clases -extensas si se quiere- de ejercicio estratégico y político (trampas) para obtener la victoria, que aquí se traduce en mayoría de votos en un parlamento dividido símil-125.
¡Wally Walrus!
La resolución del conflicto es conocida, no así quienes cocinaron la victoria más allá de Abraham. Nos referimos a los Ángeles de Lincoln, individuos que apuraron los trámites, aconsejaron al conductor e incluso coimearon a los reticentes y rezagados. Se lucen todos (Seward/Strathairn, Latham/Hawkes), pero podríamos destacar a W.N. Bilbo, jugado de modo estupendo por James Spader, que cada vez se parece más a Pablo Morsa -y amamos a Pablo Morsa-.
Aparecen por allí conflictos relacionados con un matrimonio complejo (particularmente si tu primera dama tiene raptos de pitonisa) y una decisión paternalista en la que las extremidades de tu hijo están en juego, guerra civil mediante. Pero lo realmente importante radica en la convicción inapelable de que hay que terminar con la esclavitud. Ya lo hemos dicho, Abraham no explica los porqués. Para eso contamos con Thaddeus Stevens (bestial Tommy Lee Jones), el Jaroslasky del parlamento, un tipo que con tres gritos te deja en claro que estás hablando al pedo.
El film, si bien extenso, no nos resultó aburrido. Ni teatral. Nos pareció que su motor funciona haciendo honor a las velocidades (históricamente comprobadas) de su protagonista. La fotografía es preciosa y le hace justicia a este universo de brandy, habano y bibliotecas de roble tan de político-viejo. También hay muchos papeles y pergaminos, muy brillantes y blancos, de esos que tapan el subtítulo en castellano por unos segundos.
El Spielberg de manual se vislumbra en un solo plano, aquél en el cual Abraham se aleja y baja unas escaleras. Vemos su silueta recortada en simpaticona caminata y el sombrerito largo nos hizo acordar a E.T, por alguna razón.
Lincoln llegó junto con Django. Ambos films tocan un tema contundente del pasado americano. Uno juega y el otro observa. Cada uno a su modo y con las herramientas que consideraron adecuadas. Es innegable el cariño y la gratitud de ambos. Con la historia. Y con el cine.