Retrato en tono de elegía para una figura trágica
Daniel Day-Lewis interpreta a un hombre avejentado pero todavía enérgico y hábil como para conducir las riendas de un país.
Película extraña Lincoln, a pesar de su pulido clasicismo. Extraña porque, a diferencia del grueso de la obra de Steven Spielberg, el director de Rescatando al soldado Ryan se concentra aquí mucho más en las palabras que en los aspectos visuales del relato, como consigna el propio autor en la entrevista publicada por Página/12 el martes pasado. Extraña también porque una de las marcas de estilo en sus largometrajes de temática “seria” –Ryan, Schindler y casi todas las demás– fue siempre la simplificación de ciertas complejidades del mundo real en pos de la tersura narrativa. La gran excepción a esta regla tal vez sea Munich, película de tintes grises, ideológicamente difícil de aprehender. Lincoln, en la carrera por los premios Oscar en doce categorías, no se parece en nada a Munich, pero ambos títulos comparten el deseo de desechar maniqueísmos y sobreentendidos para ofrecer una mirada personal sobre momentos pedregosos de la historia.
El decimosexto presidente de los Estados Unidos ha sido desde siempre una figura irresistible para el retrato cinematográfico, pero no han sido muchos los cineastas que le han dedicado por completo un largometraje. Resulta interesante comparar este Lincoln siglo XXI con dos antecesores de alcurnia. D.W. Griffith debutó en el cine sonoro con un Abraham Lincoln (1930) que hoy se muestra avejentado, teatral en varios pasajes, una suerte de compilado de grandes éxitos de la vida del homenajeado. Mucho menos cerca de la biopic canónica, El joven Lincoln (1939) concentraba la historia en un período puntual de su vida: los primeros pasos como abogado en un pueblito de Illinois. John Ford suavizaba allí una historia dramática con su habitual sentido del humor, en una película sorprendentemente lírica y humana. Este nuevo Lincoln está más cerca de Ford que de Griffith, aunque la historia es ciertamente menos amable y luminosa, enfocada como está en uno de los períodos más oscuros de la historia norteamericana.
La historia que cuenta Spielberg –cuyo origen descansa en parte en un libro de investigación histórica– ocupa un espacio temporal breve pero sustancioso: el primer cuatrimestre del año 1865. En ese período, el Congreso de los EE.UU. sancionó la enmienda a la Constitución que puso punto final a la esclavitud, los Estados Confederados de América terminaron rindiéndose ante el ejército del norte luego de una sangría de cuatro años y Lincoln fue asesinado durante una función teatral, el primero en una lista de cuatro magnicidios en la historia de ese país. En la interpretación de Daniel Day-Lewis (que se suma así a una lista de notables que incluye a Walter Huston y a Henry Fonda, los Lincoln de los films citados), en su caminar cansino, en sus hombros doblegados por pesos literales y metafóricos, es posible hallar la esencia del tono del film. Esperanzado aunque melancólico, Lincoln es el retrato de un hombre avejentado por los golpes de la vida en general y la vida política en particular, pero todavía lo suficientemente enérgico y hábil como para conducir las riendas de un país.
El guión de Tony Kushner (coguionista asimismo de Munich) está mucho menos interesado en sacarle lustre al prócer que en describir los vericuetos legales –y no tanto– que llevaron a la reescritura de la Carta Magna. De esa forma, la verdadera estrella del film es la exposición de esa realpolitik de intramuros que incluye, no sorprendentemente, la compra de votos a cambio de puestos oficiales o la súbita conversión de parlamentarios demócratas en republicanos de pura cepa. Algunos querrán ver en esa mirada cándida sobre los resortes reales del funcionamiento democrático una defensa del vale todo, del fin que justifica cualquier medio, pero lo cierto es que la película no parece tanto celebrar esos procedimientos como rescatarlos del olvido de la historia oficial. En última instancia, la votación en cuestión no involucraba la ratificación de una ley que beneficiaría a uno u otro grupo económico o la reforma para la obtención de mayor control político sino, lisa y llanamente, la abolición de la esclavitud, causa digna si las hay.
Al mismo tiempo, Lincoln no es presentado como un adalid de la lucha por la igualdad entre las razas, sino más bien como una figura opuesta por principios a la idea de la servidumbre forzada, dejando de lado su pensamiento sobre la espinosa cuestión del derecho al voto y las posibilidades de de-sarrollo social de la “raza negra” para la discusión académica. Así, Spielberg evita la tentación de mirar con ojos contemporáneos una cosmovisión muy distinta a la actual. Film inteligente y noble, Lincoln es en realidad un relato coral, en el cual los personajes secundarios adquieren una relevancia insoslayable. Es el caso del abolicionista radical Thaddeus Stevens (interpretado por el siempre confiable Tommy Lee Jones), animal político que complementa a la figura central, pero también el de la extensa galería de colaboradores, asistentes y contrincantes que pueblan el film. La guerra, el cansancio, los conflictos familiares (Sally Field es la encargada de encarnar a su conflictiva esposa) también se cuelan en la pintura general de un film felizmente plácido, poco estridente, que incluye sus dosis de humor, en el cual hasta la música de John Williams está reservada para algunos momentos esenciales. A fin de cuentas, la de Lincoln es una figura trágica y el film de Spielberg termina adoptando el tono de una elegía. Nada más alejado de la historia según Billiken.