En una entrevista realizada por Nick Halloway que publicó Página 12 (aquí), Steven Spielberg narra el momento de su infancia en el que visitó por primera vez el imponente monumento a Lincoln, en Washington DC: “El primer recuerdo de Lincoln que tengo es el de su estatua, que cuando la vi, a los cinco años, me resultó abrumadora, de tan gigantesca. Pero cuando me acerqué, para mirarla más de cerca, quedé cautivado por el rostro de ese hombre. Es un recuerdo imborrable para mí, que me dejó haciéndome preguntas sobre ese hombre, sentado en la silla”. La premisa de Spielberg, cineasta americano bigger than life, no era la de realizar un biopic acerca del decimosexto presidente estadounidense sino la de centrarse en los meses más cruciales de su mandato, entre enero y julio de 1865. Este período fue el escenario de dos acontecimientos históricos: el fin de la Guerra Civil, por un lado; la aprobación de la enmienda que abolía la esclavitud, por el otro. Como resultado, el clima predominante aquí es el de la discusión política, tanto en los viciados entretelones como en el amplio salón del Congreso. Contrariamente a lo que suele suceder en el mundo spielberguiano, las palabras se imponen a las imágenes. La paleta de color, de hecho, es oscura, opaca, sobria, más propensa a ocultar que a mostrar.
La trama, entonces, avanza por vía oral en dos niveles, el de los discursos grandilocuentes y el de las intrigas. Como es de esperarse en una película nominada a doce premios Oscar, prevalece el primer nivel, y los personajes actúan acorde a dicha elección. Exceptuando a Sally Field, quien debió haberse sentido en su salsa al interpretar una primera dama al borde del colapso nervioso, las performances en Lincoln tienen un nosequé de pieza de museo, desde Tommy Lee Jones y James Spader como congresales hasta Joseph Gordon-Levitt como hijo del protagonista. El paradigma de estilo, en este caso, es el propio Daniel Day-Lewis en el rol del presidente, quizá lo más parecido en el mundo de los vivos a la famosa estatua que cautivo a Spielberg de niño. Durante dos horas y media, el Lincoln encarnado por Day-Lewis se nos presenta como una especie de mesías que, por medio de frases ingeniosas y anécdotas entrañables, termina encauzando a su pueblo hacia la grandeza. Todas las escenas de acalorado debate en torno al futuro de la nación tienen como denominador común el remate aleccionador del viejito sabio (que a la sazón, poco antes de su asesinato, tenía cincuenta y seis años, aunque en el film parece de ochenta y seis).
Oscarizable en el peor sentido de la palabra, la última película del director de E.T El extraterrestre nunca logra transmitir la humanidad de sus elevados personajes. Pese a las toneladas de diálogos, jamás logramos comprender sus propósitos en el contexto que los rodea. Todo luce un aire de visita guiada, de revisión lujosa y solemne. Spielberg, como John Ford –quien también elaboró su retrato del mandatario, a no olvidar El joven Lincoln con Henry Fonda– es, en definitiva, un elegido, uno de los pocos narradores capaces de afrontar, en términos industriales, el relato sobre la historia grande de su país, sobre los ideales y las luchas que tanto enorgullecen a la idiosincrasia y el discurso americanos. La satisfacción segura de la deuda saldada, del deber cumplido, se verá reflejada en la entrega de los Oscar, que seguramente favorezca a Lincoln en todos los rubros importantes.