Ese experimento llamado democracia
Cuando finalmente se anunció que el proyecto del biopic sobre Abraham Lincoln tenía luz verde, me dio un poquito de temor. Es que Steven Spielberg es un genio de la narración, pero para imponerse siempre necesita de la velocidad, de la progresión constante. Y cuando le toca hacer la pausa y ponerse a pensar, suele trastabillar, no tanto por la falta de riqueza de sus pensamientos -como algunos señalan- sino por sus contradicciones ideológicas que se terminan trasladando a lo formal, como bien lo evidencian filmes como La lista de Schindler y Munich.
Sin embargo, hay que decir que, sin ser una maravilla, Lincoln es toda una sorpresa, pero también una nueva confirmación de las capacidades de Spielberg, quien sigue, milagrosamente a esta altura, sin repetirse y siempre interesante. Y el cineasta lo logra mediante un procedimiento tan lógico como inusual dentro de estas producciones, que consiste en invisibilizarse como autor. Dentro de la película no aparecen esos descollantes planos secuencia, la cámara en permanente movimiento o el cuidadoso trabajo con la profundidad de campo que tanto caracterizan al director, y que hicieron acto de presencia en todo su esplendor en sus dos últimas obras, Las aventuras de Tintín y Caballo de guerra.
Spielberg en cierta forma silencia su propio discurso personal a favor del discurso histórico. Es que Lincoln se trata menos de un realizador hablando sobre la Historia estadounidense, que la Historia hablando a través de un artista, que pone sus herramientas y conocimientos narrativos al servicio del relato. Pero de un relato que, irremediablemente, carga fuertes resonancias respecto al presente, a pesar de haber tenido lugar hace casi 150 años, porque claro, la Historia siempre tiende a repetirse.
Esto no significa que Spielberg no tenga un punto de vista o que no quiera decir algo respecto a los acontecimientos vinculados a la Guerra de Secesión, la abolición de la esclavitud o el papel de los partidos republicano y demócrata. Pensar eso sería cuando menos ingenuo. Lo que sí hace es no trasladar de forma explícita su mirada del Siglo XX a esos personajes de la segunda mitad del Siglo XIX. Allí se diferencia fuertemente de, por ejemplo, el cine argentino histórico, que siempre carga a los protagonistas de los acontecimientos con una mirada contemporánea, como si supieran lo que va a pasar dentro de sesenta o doscientos años (ver sino los casos de Revolución: el cruce de los Andes, Belgrano, Juan y Eva e incluso Eva Perón).
De ahí que el Abraham Lincoln de la película sea un hombre de una gran valía, de una enorme capacidad, inteligencia y carisma, pero principalmente un ser humano de su presente, de su tiempo, consciente de manera limitada de las consecuencias de sus actos, a los que apenas puede intuir simplemente porque lo contrario sería imposible. Y como la Historia no la hace un solo individuo, Lincoln es sobre el Honesto Abe y muchos más: todo un conjunto de figuras con sus propias perspectivas, que acompañan o entran en colisión -en mayor o menor medida- con las ideas del 16º Presidente de los Estados Unidos.
Lincoln es entonces un filme coral, con muchísimos diálogos recitados mayormente en interiores (dándole un estilo casi teatral a la puesta en escena) que no cede en fluidez gracias a su compenetración con el ritmo de los sucesos. Sus reflexiones y planteos surgen con naturaleza práctica: el hecho de que los grandes procesos no los logran individuos sino conjuntos de personas; el Congreso como lugar potable para el debate y el intercambio de ideas, aún cuando las discusiones terminen siendo encarnizadas; la necesidad de evaluar los tiempos exactos necesarios para introducir cambios; la guerra como proceso no sólo sangriento, sino también de retroceso y estancamiento para las estructuras de una nación democrática; e incluso el paralelismo entre las divisiones internas de ese momento con las de la actualidad.
Una comparación inmediata que surge al hablar del film de Spielberg (en especial para denostarlo) es con El joven Lincoln, aquella obra maestra de John Ford, con Henry Fonda como el prócer cuando todavía era un abogado iniciando su carrera. Y la comparación asoma, pero también en positivo, porque el niño viejo Steven ha aprendido (y mucho) del anciano gruñón Ford. Eso se nota especialmente en el humor pequeño, sutil y juguetón. Si el juicio donde se decidía la vida o muerte de un hombre en El joven Lincoln terminaba convirtiéndose casi en un espectáculo circense, con gritos, carcajadas y borrachos, en Lincoln la procesión para conseguir los votos necesarios para aprobar la Enmienda para la abolición de la esclavitud es una sátira de la política, donde se destaca un desopilante James Spader como el lobista W.N. Bilbo. Y la cuestión llega a extremos mientras se esperan las noticias de la batalla de Wilmington, donde Lincoln se pone contar la enésima anécdota y saca de quicio a uno de sus secretarios. Spielberg utiliza varios dispositivos fordianos y en su film vemos a varios personajes de una enorme riqueza (incluso cuando en ciertos casos sólo tienen algunos breves momentos de lucimiento), como Thaddeus Stevens (memorable Tommy Lee Jones) o Ulysses S. Grant.
Lincoln llega en un año donde las elecciones presidenciales sirvieron para promover una reflexión hacia adentro por parte de los estamentos hollywoodenses, que se completó con films como Argo y La noche más oscura. A propósito de eso, no deja de llamar la atención que el análisis que se hace desde la Argentina sobre estas obras no tome en cuenta el lugar de origen de esos discursos. Esa tozudez en el punto de vista lleva a que, por ejemplo, José Pablo Feinmann, en un texto sobre el filme de Kathryn Bigelow, cite a Vivir al límite como “una glorificación de los desactivadores de bombas, todos héroes, todos sacrificados, todos tipos que arriesgan sus vidas por salvar las de los otros” (¿realmente vio la película? ¿Se habrá confundido y terminó viendo Desaparecido en acción? ¿Tantos años de filosofía para terminar diciendo semejante estupidez?). A ver, pensemos un poco: ¿qué se le puede pedir, seriamente, a un país como Estados Unidos a la hora de pensar su política interior y exterior? ¿A Hollywood? ¿Y a Spielberg, Affleck o Bigelow? Seamos serios, a lo sumo pueden alcanzar a criticar ciertos estamentos o metodologías, o a tratar (y decimos tratar, porque la concreción puede tomar un tiempo) de asumir ciertas responsabilidades, de forma limitada. Pero indudablemente van a seguir defendiendo la idea estadounidense de democracia (cimentada básicamente durante el Siglo XIX, con un fuerte peso del Poder Ejecutivo); concibiendo a Estados Unidos como la única nación con chances de erigirse como faro ético y moral a nivel mundial; autoconvenciéndose (e intentando convencer a los demás) de la grandeza de su país en los últimos doscientos años; contemplando a las naciones árabes como una potencial amenaza. Pedirles otra cosa sería como pedirle peras al olmo, ya bastante tenemos con el hecho de que, en muchos aspectos, son un país que a través de su cine se piensa (y mucho) a sí mismo, y eso le permite seguir dominando culturalmente en todo el globo. Lo mejor que se puede hacer es pensar cómo vehiculizan sus discursos, y Lincoln es una excelente oportunidad. Un film muy estadounidense, y a la vez, universal.