NO SOLO MATAN LOS HOMBRES
Línea 137 es un documental en un sentido casi extremo de la palabra partiendo de una dificultad que podría hacer tambalear cualquier proyecto: no poder mostrar a sus protagonistas, todas ellas víctimas de violencia de género. En su crítica negativa a la experimental La dama del lago (Lady in the Lake, 1946), en donde el director Robert Montgomery toma la novela homónima de Raymond Chandler para realizar un policial negro casi exclusivamente en subjetiva, François Truffaut trataba de explicar por qué no funcionaba la película. Su explicación se resumía en que para identificarnos con el protagonista no necesitamos ver lo que ve sino que necesitamos ver su rostro, la mayor cantidad de tiempo posible, algo que, acotaba, había realizado en Los 400 golpes (1959).
Esta dificultad de producción se torna rápidamente en desafío de guion y dirección. Seguramente esa restricción era contemplada desde la misma investigación para realizar el documental, a cargo de la periodista-activista feminista Marta Dillon. Cabían dos actitudes para enfrentarse a tamaña dificultad: 1. Intentar que ese hándicap se note lo menos posible de forma que el filme siga funcionando a pesar de eso. 2. Utilizar esta, a priori, limitación para hacerla forma y extremar los recursos del documental. Afortunadamente la directora Lucía Vasallo optó por la segunda.
No solo no podemos ver a las protagonistas sino que, incluso de las personas que sí podemos ver (los trabajadores de la línea de asistencia) y reconocer a lo largo de filme, tampoco llegamos a “conocerlas” en el sentido en que lo haríamos en un documental convencional. No hay entrevistas a ellos de ningún tipo y mucho menos cabezas parlantes. No le hablan al espectador ni a la directora. La cámara, entonces, se vuelve un testigo casi clandestino, invisible pero no en la forma del cine clásico de Hollywood sino que simplemente parece estar allí, pasando lo más desapercibida posible. De esta manera la narración no es clara, decimonónicamente hablando, asistimos a retazos de la historia. Esa falta de omnisciencia nos sitúa no en el lugar de la víctima sino en el de testigo. Debemos creerle a la protagonista porque no tenemos más prueba que su palabra. Ni siquiera se nos permite ver las secuelas físicas de algunas de las violencias a las que fueron sometidas. Todo nos es vedado, como nos es vedada en la vida diaria la realidad de esas mujeres en sus domicilios privados donde conviven con su victimario.
La ausencia de rostros es utilizada como Bresson la utilizó en Un condenado a muerte se escapa (Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956), como retrato de una represión y una violencia que está en el sistema, que no debemos ponerle un rostro específico pues lo que mata (aquí) es el patriarcado como cultura y organización socio-económica, no solo los individuos; estos son culpables, sí, pero son intercambiables. Muertos estos perros no muere la rabia.
Cuando digo que el filme es en extremo documental lo hago porque su relato no tiene un comienzo y un fin delimitados por las reglas del relato clásico. Sino que es un recorte hecho, solo en apariencia, en cualquier lugar; como una instantánea tomada en la calle en cualquier momento azaroso. El último caso, donde se describe una violencia machista con trágicos antecedentes familiares, como historias que se repiten de generación en generación, nos deja tambaleando en el aire, intranquilos, temerosos. No hay clausura, no hay cierre, no hay vuelta al orden porque la historia de la violencia patriarcal tiene inicios tan remotos que es imposible fecharlos y no parece tener fin. Entonces, esa decisión de la directora y la guionista termina de establecer la forma y el discurso: la violencia sigue y se perpetúa sin que los culpables tengan su castigo, sin que las víctimas puedan ser defendidas.
Por Martín Miguel Pereira