“Línea de fuego”, escrita por Sylvester Stallone, narra la historia de Phil Broker, un agente policial infiltrado que, luego de una misión de alto riesgo entre las filas de un poderoso grupo narco, y golpeado por la muerte de su mujer, decide mudarse junto a su pequeña hija a un pequeño pueblo del Estados Unidos profundo. Allí, en busca de tranquilidad, intentará reconstruir su vida.
El hecho que da inicio al desarrollo del film, roza el ridículo, su hija, cansada de las burlas de un compañerito, lo golpea y humilla. Eso desata la ira de su madre, una droga dependiente, hermana del fabricante de droga (metaanfetaminas) del pueblo. Bajo los efectos de la sustancia, ella clama por una represalia y junto a su hermano convoca a miembros del grupo narco infiltrado por Phil años atrás, que deseosos de venganza irán al pueblo a buscarlo.
Luego, la historia sigue todos los carriles previsibles de una película de acción de Hollywood. Y los sigue además con bastante displicencia, pareciendo confiar mecánicamente en la repetición de una fórmula para construir un relato atractivo. Lejos de eso, transforma la experiencia cinematográfica en una serie de hechos previsibles, llevadas adelante por protagonistas demasiado lineales, personajes que aparecen y desaparecen simplemente por necesidades del guión y no tienen ningún desarrollo (las buenas películas, incluso de Hollywood, se caracterizan por la construcción de personajes secundarios complejos con sus propias motivaciones), con un montaje caprichoso que lejos de construir sentido busca el efecto fácil, decisiones estéticas simplistas (contrastes fríos y cálidos, planos escorzados y música que subraya cada una de las emociones que debemos sentir, etc…). Además, como en muchas de estas películas, se resalta la incapacidad de la policía local para actuar, y la eficiencia de los agentes especiales rudos que manejan la violencia con maestría y decisión.
“Línea de fuego” nos deja pocas reflexiones para el arte cinematográfico pero muchas sobre la industria. Durante el año 2013, si tomamos la cantidad de butacas ofrecidas por película, nos encontraremos que en los primeros 25 lugares del ranking 20 son estadounidenses. Muchas de ellas, no muy superiores en calidad que la aquí reseñada. Para estas películas se ofrecieron alrededor de 101.200.000 butacas. Si contabilizamos las 20 películas argentinas con más butacas ofrecidas contabilizamos 33.920.000, de las cuales casi la mitad son para las dos primeras (Metegol y Corazón de León). Hay un dato aún más revelador para ver las condiciones de desigualdad con la que se enfrentan los cineastas independientes argentinos y latinoamericanos ante las majors norteamericanas y las grandes productoras locales. “Rapidos y furiosos 6” fue proyectada en más de 25.000 funciones y promovida con una campaña publicitaria millonaria, teniendo un promedio de espectador por función de 88 espectadores. “Diagnóstico Esperanza”, dirigida por Cesar González, un pibe proveniente de la barriada conocida como “Carlos Gardel”, fue la película argentina con mayor promedio de espectador por función, teniendo un promedio de 71 espectadores (ubicándose novena en el ranking general entre 389 estrenos del año), pero sólo fue proyectada en 148 funciones, y nunca, obviamente, en las grandes cadenas. Es claro que no es como dice Porta Fouz desde La Nación o Jorge Lanata desde Canal 13, que a las películas argentinas no las quiere ver nadie, el problema es que el Estado deja, casi exclusivamente, en “la mano invisible” del mercado la distribución de cine en el país. Sólo de esta manera se explica como películas como estas, sin ningún valor cultural, artístico puedan ocupar nuestra cartelera. Hay una línea de fuego en el mercado cinematográfico, realizadores, críticos y el público, pueden tomar partido.