La primera imagen del film es elocuente. Un primerísimo primer plano de Omar y el título sobre negro nos anuncian que será un relato en primera persona. Otra vez, como en “Paradise Now”, Abu-Assad centra su historia en un grupo de jóvenes amigos palestinos que accionan contra la ocupación israelí. Si en su emblemática película del año 2005 la historia se centra en la preparación de un atentado suicida y los acompaña hasta su destino final, en “Omar” el relato empieza a desenvolverse después de un ataque que realiza el protagonista junto a sus amigos Tarek y Ahjmad. Concentrándose luego en la consecuencia que tiene en ellos esta acción y el complejo sistema de desgaste e inteligencia israelí para destrozarlos psicológicamente, llevándolos a complejas relaciones de desconfianzas y traiciones. La apuesta del director de construir personajes con los cuales podamos empatizar para interiorizarnos en un conflicto de las características del palestino israelí es interesante. La estigmatización del mundo árabe tiene una herramienta de construcción muy valiosa en el cine, y es común ver a árabes brutales, gritones e irracionales poblando las pantallas de la mano de films norteamericanos. Por más grotesca que nos parezca, esa operación es efectiva y aporta a la construcción negativa del imaginario sobre el mundo árabe y es una pieza clave en la legitimación de sus políticas guerreristas. En ese sentido el acercamiento a la subjetividad de Omar, un joven carismático, es una decisión política-estética valiosa que el director profundiza construyendo una historia de amor que involucra de alguna manera a los tres personajes y estructura el relato. Si bien la apuesta es interesante, el resultado no lo es tanto. Es como si la trama quedará prisionera de una serie de redes de causas y consecuencias en donde la construcción de un relato cerrado primara por sobre la conformación de personajes inmersos en la complejidad del conflicto que se narra. A medida que avanza la película y a través de una serie de revelaciones, nuestra atención va centrándose cada vez más en descubrir y entender la trama como si se tratara de una película de espías y menos en profundizar sobre la subjetividad de los jóvenes. Como si la película tomara el camino inverso al que propone, y pasara del primerísimo primer plano al plano general. Utilizando las estructuras del cine hegemónico, Abu-Assad logra construir un relato sólido aunque sin trascenderlas no logra conmovernos. Es por esto que a pesar de momentos efectivos (como cuando hacia el final de la película Omar no puede atravesar el muro, ese gigante muro construido por Israel y que atravesó con facilidad anteriormente) el esqueleto formal parece ahogar la emoción y debilita en parte la empatía que se propone generar. Así llegamos al final donde Omar enfrentará en soledad su destino final, allí matará al ocupante, pero el corte abrupto a negro y el silencio nos hace pensar que después de esa acción, individual y desesperada, no lo espera el paraíso.
El comienzo de “Shaun, el cordero” es impactante. Una secuencia de montaje con un ritmo vibrante que, desde la secuencia de títulos, da cuenta de varios años de historia de una granja de las afueras de una ciudad paradigmática (llamada, con sutil sentido del humor, “Big City”), desde los tiempos donde el dueño de la granja y sus animales vivieron tiempos de prosperidad, felicidad y sueños compartidos, hasta la actualidad, donde se presenta como gris y rutinaria en donde las ovejas sufren de la autoridad del perro pastor y de la desidia cansina del patrón del pequeño campo. Es cuestión de que Shaun, la oveja más inquieta del rebaño, vea un cartel de publicidad en un colectivo que llama al goce y al descanso para que la película se ponga en marcha. “Para nosotras, la libertad” parecen decir las ovejas recordando aquel clásico film mudo de Rene Clair. Y la referencia no es gratuita, “Shaun, el cordero” no necesita de palabras para narrar con maestría, llevando al stop motion los mejores recursos de Buster Keaton (humor físico y lleno de gags) y de Chaplin (burla a la autoridad y personajes que recorren la marginalidad) el film nos envuelve inevitablemente. Las ovejas deciden engañar al perro y dormir al jefe para disfrutar de un poco de tiempo libre, pero el plan no sale del todo bien, y lo que quería ser una simple salida de la rutina se transforma en un problema mayor: el Jefe termina accidentado en Big City y sufre la perdida de su memoria. El perro va a su rescate. La granja queda a mano de los animales, reina la anarquía y el desorden. Es así que, arrepentido, Shaun decide ir en busca del Jefe acompañado del rebaño de ovejas. Para cumplir su objetivo, las ovejas deberán enfrentar la cruda realidad de la ciudad. Yendo del campo a una gran urbe se transforman en parte de la masa de animales callejeros perseguidos por un cruel y patético carcelero de animales. Deberán enfrentar el hambre y el desprecio de la alta sociedad. Como es previsible, en este tipo de películas, logran su objetivo y rescatan al Jefe. Al igual que en “Metropolis”, una gran película muda sintomática de la república de Weimar, los trabajadores (las ovejas) hacen un esfuerzo inmenso y transitan una experiencia de intensa autonomía para volver al punto de partida, paradojicamente el punto que desencadenó el conflicto. Las ovejas hacen lo que hacen porque están cansadas de la rutina, las fuerzas que desencadenan sus acciones parecen ir muy lejos, por tanto, parecen concluir las ovejas, mejor volvamos a la granja y dejemos que los que saben ordenen nuestro mundo. En “Metropolis” el obrero se da la mano con el burgués en un plano emblemático. Aquí, y sin tantos preámbulos, Shaun se da la mano con el perro. Esta película de animación para niños parece hablarle a los grandotes burgueses de la Europa en crisis, como si quisiera llamarlos a abandonar el capitalismo hiper concentrado y de la hiper comunicación que reina en “Big City” para reconstruir un añorado estado de bienestar donde las ovejas puedan volver a sonreír. Luego de una gran dosis de libertad y desparpajo, el film parece querer convencernos que no hay nada más lindo que volver al orden. Pero después de lo que la misma película nos mostró, ya no podemos creerle.
La premisa de “Años de calle”, Opera prima de Alejandra Grinschpun, es muy interesante: A partir de un taller de fotografía dictado en los ‘90, la directora entra en contacto con un grupo de jóvenes en situación de calle en la ciudad de Buenos Aires y los filma en el año 1999. Tiempo después se pregunta que será del futuro de estos chicos, decide documentar este proceso y realiza una película que va contando los trayectos de vida de Andrés, Rubén, Ismael y Gachi. El comienzo del film es un elocuente reflejo de la época, a través de Andrés y un amiguito que también vive entre los andenes de la estación de Once y que lleva una remera de la AFJP “Siembra”, la cámara recorre los espacios que estos niños transitan cotidianamente: oficinas derruidas, los techos de la estación, vagones abandonados, heladeras con latas de “poxi”, toda una geografía de una Buenos Aires marginal que comenzaba a expandirse al calor del neoliberalismo desatado. Sin la conciencia, aun, de que estaba filmando para una película, la directora se deja llevar por este niño que nos descubre descarnadamente su mundo. El resultado es impactante y nos recuerda al excelente corto brasilero “Numero Zero” de Claudia Nunes https://vimeo.com/71690123. En estas imágenes de textura noventista también conocemos a otro niño, Rubén, que vive en la calle hace dos años y que, sin que su madre lo sepa, va a verla a la puerta del hospital siguiéndola y escondiéndose detrás de los árboles. Un relato conmovedor que en un primer plano radical nos permite descubrir en la mirada profunda y nostálgica del niño, un pasado de dolor que ha extremado su sensibilidad. Luego vendrán Ismael y Gachi, personaje femenino que cierra la primera etapa del film, aquel del registro que aun no tenía como objetivo la realización de un film. ¿Cómo será la vida de estos niños, ahora jóvenes, cinco años después? ¿Y cómo en el 2010? Esta interesante premisa, sin embargo, parece ir perdiendo consistencia a medida que transcurre la película. No porque la vida de los jóvenes, (presos algunos, sin poder ver a sus hijas, en el caso de Gachi, e incluso la experiencia de Ismael que logró salir de la calle y dedicarse a armar talleres de cine para niños en situaciones parecidas a las que él había padecido) no tenga interés, ni porque su derrotero no exprese el de miles de jóvenes e incluso, metafóricamente, el del país. Sino porque ese rodaje descarnado y filmado con cruda belleza, sin un sentido aparente, conducido, muchas veces, por el camino que los protagonistas imponían a la cámara, ahora parece invertirse, y es la película la que, sin dejar obviamente de basarse en los hechos reales, guía el camino de los protagonistas. La cámara ya no se encuentra en estado de indeterminación y vértigo, como cuando acompaña a Andrés a juguetear algo imprudentemente con un ascensor del ferrocarril. Ahora está en zonas que, sin dejar de ser ajenas al mundo de la realizadora, son las situaciones que eligió para filmar. La película, sin embargo, construye momentos elocuentes y desgarradores como la visita que la familia de Rubén le hace en la cárcel, pero su totalidad se ve debilitada. La película sufre algo parecido de lo que le pasa a “Boyhood”, un film muy distinto pero similar en tanto que sigue a un grupo de personajes a través de los años. Ambos transforman al tiempo, que quieren capturar, en situaciones concretas significativas, en Hechos. Así, el tiempo se convierte en algo rígido que pierde la condición de movimiento propio de su naturaleza. Es paradójico lo que ocurre, cuando el film se propone contar el paso del tiempo, parece que se le escapa; cuando registra sin conciencia del tiempo, como esas imágenes de los ’90, logra contenerlo y expresarlo. Es que, justamente, no se trata de contar el paso del tiempo sino de que tiempo sea delante de cámara. Como arte del presente, ese ser delante de cámara es lo que permite al cine, evocar el mundo. Inquietarnos.
La película de la directora negra Ava DuVernay tiene el mérito de ser la primera película donde la relevante figura de Martin Luther King aparece como protagonista. Ella, además, tiene el mérito de haber readaptado el guión para que la historia no se centre en la figura del Presidente Lyndon B. Johnson y sus movimientos palaciegos, sino en la del dirigente por los derechos civiles de los afro descendientes estadounidenses y el movimiento de la ciudad de Selma, que le da el nombre a la película, donde la mitad de los habitantes de la ciudad eran negros, pero sólo el 1% de ellos estaban inscritos en las listas electorales y sufrían excesivas trabas por parte de las autoridades blancas dirigidas por el gobernador del Estado. A pesar de las declaraciones de intención de la autora, “Selma”, no logra sortear una de los máximos peligros de los films históricos de ficción, transformarse en viñetas de una historia que parece haberse quedado momificada en su tiempo histórico, es decir, la imposibilidad de asumir el tiempo presente del cine y evocar, en ese pasado, el sentido actual de lo que se relata. Como plantea en sus “Combates por la historia” el historiador francés Lucien Febvre: “Es preciso que la historia deje de aparecer como una necrópolis dormida por la que sólo pasan sombras despojadas de sustancia. Es preciso que penetréis en el viejo palacio silencioso donde la historia duerme, animados por la lucha, cubiertos por el polvo del combate (…) y que, abriendo las ventanas de par en par con la sala llena de luz y restablecido el sonido, despertéis con vuestra propia vida, con vuestra vida caliente y joven, la vida helada de la princesa dormida.” No se trata de que el film deba remitir abiertamente a, por ejemplo, los sucesos actuales acontecidos en Ferguson, donde fue asesinado el joven negro Michael Brown, sino que la película debería dejarnos algunas herramientas para pensar el presente, más allá de una mera reconstrucción de un pasado que, según los que nos deja “Selma”, parece cerrarse en sí mismo tras la conquista parcial que implicó esa lucha. Mejor dicho, lo que la película, en nuestro presente irrenunciable, transmite en la presentación de la conquista del voto en 1965 por los afro descendientes, es un entusiasmo tardío por la elección de Obama, que termina ignorando, visto lo de Ferguson, la complejidad del tema racial en Estados Unidos, que escapa largamente al problema electoral. Esta elección ideológica de la película trae sus consecuencias estéticas-narrativas, por un lado un conservadurismo formal que busca graficar situaciones más que evocar emociones, por el otro decisiones narrativas que lejos de ir a la conquista de lo real y lo complejo, buscan engañarnos infantilmente. Puntuaremos en dos: en la visita de Malcolm X (un activista que difería de la línea pacifista de King) a Selma, se lo muestra como un hombre débil y entregado a la dirección de King. Sin embargo, si uno revisa los discursos de esa época podrá encontrar esta declaración: “Y espero que todo el miedo que jamás hayan abrigado en sus corazones desaparezca, y cuando miren a ese hombre, si saben que no es más que un cobarde, ya no le teman. Si no fuera cobarde, no los atacaría en grupo… Se cubren con una sábana para que ustedes no sepan quiénes son: eso es ser cobarde. ¡No! Llegará la hora cuando se les arrancará esa sábana. Si el gobierno federal no se la arranca, se la arrancaremos nosotros”. De hecho el mismo Malcolm X, declara que hombres de King querían negarle la posibilidad a este de hablarle a los habitantes de Selma, algo que no lograron, pero que si logró la directora, mostrándolo como un hombre aislado y arrepentido. La segunda y más evidente aberración, es como muestra la ausencia de King en la primera movilización de Selma. Es sabido que el dirigente confiaba en las negociaciones que llevaba adelante con Johnson y que en demostración de buena voluntad no asistió a la primera movilización de masas que fue brutalmente reprimida, provocando muertos y heridos. Lejos de esto, la directora elige contarnos que King no asistió porque su esposa le reclamaba que no pasaba mucho tiempo con él. De esta manera, no sólo omite el error político que pudo haber cometido con su línea pacifista sino que también lo muestra como un hombre de familia. Está claro, y más con este tema, que en Hollywood despertar a la princesa dormida puede ser muy inconveniente. Es así que la película cumple obedientemente ese mandato: Un final feliz y un movimiento triunfante pacifista que ya no requiere continuar la lucha.
La trama de “Minúsculos” es muy sencilla. Ante las contracciones de una joven embarazada, una pareja debe abandonar prematuramente un picnic campestre olvidando el canasto de comida. Un grupo de hormigas negras se harán del botín para llevarlo a su hormiguero. A este grupo, se suma una Vaquita de San Antonio que quedó malherida y dificultada para volar luego de un encuentro poco amistoso con unas moscas. El film, se centra en las aventuras de las hormigas para transportar el botín, el cual es deseado por unas “malvadas” hormigas rojas. Al llegar al hormiguero, las hormigas rojas se organizan y rodean el lugar, oportunidad para que la Vaquita de San Antonio, ya recuperada, pueda demostrar sus dotes voladores y transformarse en heroína en la defensa del hormiguero. El opus cinematográfico de Szabo y Giraud (quienes realizaban una serie televisiva con este tipo de personajes), tiene un comienzo alentador, donde el film se desarrolla en la mejor tradición de los filmes de aventuras, con un relato fluido que no deja respiro y nos mantiene tensionados por el destino de los protagonistas; con el merito agregado que hace esto sin incorporar ninguna línea de diálogo. Sí Disney nos ha acostumbrado a que los animales hablan como humanos y con voces de famosos, “Minúsculos” hace una fuerte apuesta al trabajo sonoro climático y a la potencia de la acción. Incluso, sin recurrir a la clásica humanización de los personajes, lo que hace la propuesta aun más atractiva y disruptiva. Luego de este comienzo prometedor, el film parece desinflarse lentamente para nunca más arrancar. Una vez en el hormiguero, la potencia narrativa parece agotarse y la trama estancarse. Los recursos utilizados comienzan a repetirse, los autores no logran profundizar en las emociones de los insectos y hechan mano a un excesivo antropocentrismo. Pese a esto, el film no deja de ser una propuesta interesante, con logrados momentos humorísticos, un bello manejo de la imagen y un gran trabajo sonoro.
Matt Scudder es un ex policía que ha sido separado de la fuerza por asesinar por error a una nena en un tiroteo con delincuentes latinos (¿de donde sino?). Sí, a los latinos también los ejecutó, a uno de ellos fríamente, pero claro que eso no tiene importancia, el problema es que mató a una pequeña inocente con el agravante de tener unas copas encima. Caminando sobre tumbas es la historia de redención de este policía alcohólico que, convertido en detective privado, resolverá con métodos “poco convencionales” una serie de asesinatos a mujeres de narcotraficantes llevadas a cabo por unos psicópatas perversos. De manera algo obvia, el film va llevando a nuestro protagonista ante el “caso final”, el que en última instancia lo redime del asesinato de la niña, en donde le salvará la vida a la pequeña hija de un millonario narcotraficante. El film repite ciertos tópicos de un extendido cine derechista de la industria hollywoodense: la necesidad de la intervención de una fuerza externa al Estado que en palabras del director Scott Frank en una entrevista de promoción del film: “No siempre trabaja dentro de la ley pero siempre imparte justicia” Aclaremos, en el camino de su redención, a Matt no le tiembla el pulso para asesinar malhechores e incluso para entregarle en bandeja a los asesinos, al narco esposo de una de las mujeres muertas por ellos, para que los torture y efectúe su venganza. Convengamos que es una idea algo cuestionable de la impartición de justicia. No le exigimos al film que nos entregue personajes íntegros moralmente, al contrario, la tradición del mejor cine policial norteamericano de los ’50 y ’60 ha construido decenas de antihéroes, con conflictos morales profundos, donde era difícil establecer ideas cerradas y absolutas sobre el bien y el mal. El problema de esta película es que además nos quiere aleccionar. La redención de nuestro protagonista quiere transformarse en moraleja y para esto recurre a una vil manipulación. Un montaje paralelo final (muy básico y evidentemente tomado de la famosa escena del bautismo de El Padrino) donde la voz en off de las lecciones del taller de alcohólicos anónimos donde acude Matt (con excesivas referencias católicas) se combina con el rescate de la niña secuestrada, subrayando, por si quedaba alguna duda, el sentido reaccionario de todo lo que estamos viendo. Nuevamente, el cine mainstream de Hollywood sigue mostrándose en decadencia. La necesidad de una política de Estado que pueda contrarrestar la presencia de estos films en las salas y la construcción de una crítica cinematográfica que, en vez de lamentarse por qué el INCAA financia demasiadas películas, problematice cuáles son los films que copan nuestras pantallas, se hace evidente.
“Línea de fuego”, escrita por Sylvester Stallone, narra la historia de Phil Broker, un agente policial infiltrado que, luego de una misión de alto riesgo entre las filas de un poderoso grupo narco, y golpeado por la muerte de su mujer, decide mudarse junto a su pequeña hija a un pequeño pueblo del Estados Unidos profundo. Allí, en busca de tranquilidad, intentará reconstruir su vida. El hecho que da inicio al desarrollo del film, roza el ridículo, su hija, cansada de las burlas de un compañerito, lo golpea y humilla. Eso desata la ira de su madre, una droga dependiente, hermana del fabricante de droga (metaanfetaminas) del pueblo. Bajo los efectos de la sustancia, ella clama por una represalia y junto a su hermano convoca a miembros del grupo narco infiltrado por Phil años atrás, que deseosos de venganza irán al pueblo a buscarlo. Luego, la historia sigue todos los carriles previsibles de una película de acción de Hollywood. Y los sigue además con bastante displicencia, pareciendo confiar mecánicamente en la repetición de una fórmula para construir un relato atractivo. Lejos de eso, transforma la experiencia cinematográfica en una serie de hechos previsibles, llevadas adelante por protagonistas demasiado lineales, personajes que aparecen y desaparecen simplemente por necesidades del guión y no tienen ningún desarrollo (las buenas películas, incluso de Hollywood, se caracterizan por la construcción de personajes secundarios complejos con sus propias motivaciones), con un montaje caprichoso que lejos de construir sentido busca el efecto fácil, decisiones estéticas simplistas (contrastes fríos y cálidos, planos escorzados y música que subraya cada una de las emociones que debemos sentir, etc…). Además, como en muchas de estas películas, se resalta la incapacidad de la policía local para actuar, y la eficiencia de los agentes especiales rudos que manejan la violencia con maestría y decisión. “Línea de fuego” nos deja pocas reflexiones para el arte cinematográfico pero muchas sobre la industria. Durante el año 2013, si tomamos la cantidad de butacas ofrecidas por película, nos encontraremos que en los primeros 25 lugares del ranking 20 son estadounidenses. Muchas de ellas, no muy superiores en calidad que la aquí reseñada. Para estas películas se ofrecieron alrededor de 101.200.000 butacas. Si contabilizamos las 20 películas argentinas con más butacas ofrecidas contabilizamos 33.920.000, de las cuales casi la mitad son para las dos primeras (Metegol y Corazón de León). Hay un dato aún más revelador para ver las condiciones de desigualdad con la que se enfrentan los cineastas independientes argentinos y latinoamericanos ante las majors norteamericanas y las grandes productoras locales. “Rapidos y furiosos 6” fue proyectada en más de 25.000 funciones y promovida con una campaña publicitaria millonaria, teniendo un promedio de espectador por función de 88 espectadores. “Diagnóstico Esperanza”, dirigida por Cesar González, un pibe proveniente de la barriada conocida como “Carlos Gardel”, fue la película argentina con mayor promedio de espectador por función, teniendo un promedio de 71 espectadores (ubicándose novena en el ranking general entre 389 estrenos del año), pero sólo fue proyectada en 148 funciones, y nunca, obviamente, en las grandes cadenas. Es claro que no es como dice Porta Fouz desde La Nación o Jorge Lanata desde Canal 13, que a las películas argentinas no las quiere ver nadie, el problema es que el Estado deja, casi exclusivamente, en “la mano invisible” del mercado la distribución de cine en el país. Sólo de esta manera se explica como películas como estas, sin ningún valor cultural, artístico puedan ocupar nuestra cartelera. Hay una línea de fuego en el mercado cinematográfico, realizadores, críticos y el público, pueden tomar partido.
Gallienne, su mamá y él “Yo, mi mamá y yo” es la opera prima como director de Guillaume Gallienne, quien posee una amplia trayectoria actoral tanto en cine como en teatro. Está película tiene su origen en una exitosa obra teatral, dirigida e interpretada por el mismo. Esa obra es la que abre y cierra el relato teniendo una doble funcionalidad, evidenciar el carácter auto biográfico de la historia y subrayar determinados momentos de la trama. Este film busca indagar en el descubrimiento de la identidad sexual del protagonista. Hijo de la alta burguesía, debe lidiar con la homofobia de su padre y sus dos hermanos varones y con una madre muy posesiva que lo trata como a una chica, celosa de que se enamore de otra. Gallienne se interpreta a sí mismo, en diferentes etapas de su vida, sin necesidad de recurrir a ninguna caracterización para rejuvenecerse, esta decisión es sumamente orgánica al relato y colabora a dotarlo de una apariencia de recuerdo. También interpreta a su madre, lo que construye la relación de enfermiza identificación que los unía. La clave de comedia en la cual se mantiene la película y el código de recuerdo que maneja, le da cierta libertad al actor para realizar una interpretación que excede el naturalismo sin llevarlo a la parodia. Si bien el carácter autobiográfico del film le da al autor conocimiento de causa sobre lo que relata, no le garantiza poder construir una narración sobre esto. La película parece descansar sobre ciertas situaciones probablemente vividas por el protagonista, pero que en la estructura del relato no construyen dramatismo. La situación que vivencia Gallienne se plantea desde el comienzo y todo lo que ocurre posteriormente, no es más que la reafirmación del planteo inicial tornándose la película bastante monótona. Esta situación se exacerba porque el sonido y la imagen funcionan por repetición, el narrador en off (justificado por la obra teatral que abre el relato) nos cuenta y explica lo mismo que estamos viendo, por tanto la película no exige de nosotros más que una mirada pasiva, esto llega a su paroxismo hacia el final, cuando el autor explica en off el final de la película. Como contraparte, el momento más gracioso de la película es cuando el protagonista se entrevista con el psicólogo militar y se reprime las palabras, permitiéndonos al fin, utilizar nuestra propia cabeza para entender lo que le está ocurriendo al personaje. Esto termina produciendo cierta exterioridad en las caracterizaciones ya que Gallienne nos presenta a los personajes del film filtrados por su opinión, y de esta manera los actores representan más ideas cerradas que sujetos atravesados por contradicciones y sentimientos, esto ocurre con el mismo Gallienne quien está construido de manera tan pasiva que debilita narrativamente su conflicto. Es interesante contrastar esta película con el film argentino “Yo nena, yo princesa” de bajísimo presupuesto y escasos recursos audiovisuales, que trabaja el descubrimiento de la identidad sexual y la relación madre-hija con gran profundidad y emotividad. A veces con muy poco se logra mucho más.
Se olvidaban de lo artesanal Salvo excepciones, el cine mainstream norteamericano ya no ofrece nada interesante, lo mejor del cine estadounidense parece provenir de un circuito más pequeño y que algunos críticos, amantes de las catalogaciones, han llamado “Nueva comedia americana”. “Adventureland”, la hiper independiente “The Daytrippers” o la también musical y encantadora “Olvidando a Sarah Marshall” han sido algunas de las expresiones de esta corriente, que sin muchas pretensiones han dotado de vitalidad al panorama norteamericano. Dentro de esta corriente, se inscribe “¿Puede una canción de amor salvar tu vida?”, la misma narra la relación que se gesta entre Greta, una compositora y cantante talentosa recientemente abandonada por su novio (un músico que se “vendió” a la industria), y Dan, un productor musical alcohólico, con una relación conflictiva con su hija que ya no tiene lugar en la compañía discográfica que está cada vez más preocupada por el dinero que por la calidad y el riesgo musical. De alguna manera, y desde la música, la película pone en evidencia la tensión existente en la industria cinematográfica hollywoodense, donde las películas son productos de mercado en detrimento del valor artístico y el amor por el cine. “Has perdido la canción en la producción” le dice Greta a su exitoso ex novio al escuchar la versión pop que ha grabado con una gran discográfica, a lo que él le responde “De esta manera lo escuchará más gente”. Greta, en cambio, prefiere el camino artesanal, rechazada en primera instancia en la Industria, decide grabar el disco con Dan, haciendo tomas callejeras y con músicos amigos. Cuando la calidad del disco es evidente, la compañía quiere entrar al negocio pero las condiciones que propone son usureras, cada 10 dólares 1 para el artista y 9 para la compañía, por lo que Greta propone ponerlo en venta por Internet a 1 dólar y repartirlo entre todos los que participaron. Si bien el planteo es algo naif y la forma en que se reconstruye la grabación del disco se resuelve demasiado sencillamente, la película no deja de retratar una situación que en el sistema capitalista se extiende a toda la industria cultural: el dominio de los ejecutivos y contadores por sobre la genuina expresión artística. A pesar de algunas buenas actuaciones, como la de Keira Knightley (“Orgullo y prejuicio”), la trama romántica de la película es lo más débil del relato. Nunca logramos empatizar con ninguna de las parejas en disputa. De esta manera, cuando Dan se reencuentra con su esposa, no sentimos ninguna emoción, ya que no se construye narrativamente el amor previo entre ellos. Con sus defectos, “¿Puede una canción de amor salvar tu vida?”, es aire fresco para una cinematografía en decadencia.
Paradojas de la verdad en el cine “La esposa prometida” narra la historia de Shira, una joven de una familia judía ortodoxa que, al morir su hermana (madre de un recién nacido), es inducida por su familia para casarse con su ex cuñado, evitando que este se vaya a Bélgica con el pequeño. Rama Bursthein, directora del film, celebra que esta es la primera película que cuenta el judaísmo ortodoxo desde adentro: "Lo que me impulsó fue ver una película israelí, no diré cual, que me hizo llorar por cómo presentaba a nuestra comunidad. Ni siquiera estaba bien investigado, y sentí que quizá fuera hora de alzar una pequeña voz desde dentro". Es decir que, en las intenciones de la operaprimista, el film debía defender las tradiciones y ritos de esta comunidad ultraconservadora contra los “prejuicios” a los que son expuestos. Sin embargo, y justamente por tratarse de un retrato tan fiel, la misoginia, la opresión que sufren las mujeres, la hipocresía, quedan expuestos en cada escena. Los personajes de cine, igual que la vida misma, tienden a tener no solo un deseo consciente, sino también un inconsciente, varias veces contradictorios entre sí. Este conflicto, aunque no esté explicitado, es intuído por el público a partir de ciertas grietas que puede abrir una buena interpretación actoral, como es el caso de Hadas Yaron que protagoniza esta película. Shira, parece ir en busca de su libertad y la película busca presentarnos el casamiento con su ex cuñado como una decisión suya; sin embargo basta ver ese rostro sufriente que sobre el final, cuando queda sola en el cuarto con su nuevo marido, se transforma en una verdadera cara de espanto, como quien duerme con su enemigo, para entender que la decisión no la hace feliz. Que es algo impuesto por su cultura, las tradiciones y la institución religiosa. Un sacrifico como ella misma define cuando aún no está decidida. “La esposa prometida” no oculta sus intenciones, sólo así podría explicarse una escena donde un rabino ortodoxo ayuda a una señora mayor a elegir un horno atentando contra la rítmica básica del film, o la decisión final de que la solterona consiga su marido (todo llega). A pesar de estos momentos, la honestidad y la empatía con la protagonista que genera la directora nos permite aprehender un mundo al cual difícilmente tengamos acceso, y probablemente, si observamos con una mirada atenta, este film nos permita pensar sobre la temática mucho más profundamente que un film de propaganda y denuncia. Sobre todo, dejará inscripta en nuestro recuerdo una imagen. La mirada final de terror de la protagonista sola en su cuarto ante su marido “libremente elegido”.