Una propuesta inicial que pinta más o menos bien, y que se diluye a poco de desandar la trama. ¿Cuántas veces le ha pasado al sentarse en una sala a ver una película? Lino, una aventura de siete vidas, se suma a ese contingente, por más que acercándose al desenlace quiera remontarla.
Lino es un adulto, pero tiene alma de niño. De niño que padece bullying. Lo sufrió desde pequeño, cuando en el colegio los malos que siempre aparecen lo molestaban y/o le sacaban la comida de la launchera. Ya mayor, anima fiestas infantiles, y si los chicos se entretienen con él, no es por lo que hace sino por lo que hacen con él: lo maltratan, le pegan. Como si fuera un juguete más en el salón.
Harto ya de estar harto, ya se cansó cuando, tras ser desalojado por no pagar el alquiler, acude a un supuesto brujo para que le cambie la suerte. Y el “hechizo” lo convierte en un gato del tamaño de un humano.
Más que absurdas, las situaciones son insostenibles. Por un lado, uno se pregunta si tanta ofensa, daños y perjuicios hacia el protagonista no son una mera excusa para que los espectadores más pequeños sientan no ya empatía, sino directamente lástima. Una huerfanita, al estilo Monsters Inc., expresaría el costado cariñoso.
La animación brasileña for export -muchos letreros están en inglés- no es para desdeñar, el problema pasa por otros andariveles, los de la narración, la articulación de las escenas y la escasa cantidad de gags.