"Little Joe: el negocio de la felicidad": una pieza de diseño.
En el universo de "Little Joe" no hay lugar para sentimientos desbordados, sino que la vida transcurre asordinada por la distancia y la frialdad que rigen las relaciones entre los personajes.
Ambientada en algún momento impreciso entre el presente y un futuro cercano pero sin determinar, Little Joe: El negocio de la felicidad se mueve con libertad impredecible sobre los géneros populares, aunque también son inciertas las coordenadas de su ubicación en ese mapa. No es que haga falta que una película sea precisa en ese tipo de filiaciones, pero no está mal tomar nota de su calculada deriva por las matrices de cierto cine de terror avant-garde, de la ciencia ficción distópica e incluso del thriller o del drama familiar de corte clásico. Se trata de un trabajo que por momentos puede resultar tan deslumbrante en el terreno visual -una constante en el cine de la directora austríaca Jessica Hausner- como inquietante a partir del modelo de mundo que propone, pero que al mismo tiempo es capaz de generar desconcierto o impavidez ante las formas que el relato va adoptando en su desarrollo.
En el universo de Little Joe no hay lugar para sentimientos desbordados, sino que la vida transcurre asordinada por la distancia y la frialdad que rigen las relaciones entre los personajes. En ese marco, Alice integra un equipo de biólogos que desarrolla un proyecto revolucionario: crear a partir de la manipulación genética una flor que, de ser cuidada con afecto, sería capaz de contagiar una felicidad permanente a quien la posea. La elección del verbo contagiar en la oración anterior no es azarosa. Dicho proyecto no hace más que acentuar la insensibilidad que caracteriza a esa sociedad, que busca una solución externa para resolver esa incapacidad de experimentar emociones intensas y reconocibles. Para dejarlo claro, el guion convierte a Alice en una mujer divorciada, adicta a su profesión y madre de un adolescente, pero incapaz de percibir la diferencia entre los sentimientos que le producen su trabajo y su hijo.
En Little Joe ese juego de contrastes también es expuesto de forma gráfica. Se lo reconoce en la oposición que surge, por ejemplo, entre una banda sonora expresionista y excesiva, que todo el tiempo busca impactar la percepción del espectador, y situaciones en las que la tensión se acumula bajo la apatía y el carácter contenido de los personajes. Lo mismo ocurre en el trabajo de arte, que crea una fachada retro futurista colorida y vistosa para transmitir una sensación de esterilidad aséptica. La influencia de películas como La invasión de los usurpadores de cuerpos (1978, Philip Kaufman) e incluso El pueblo de los malditos (1995), de John Carpenter, resulta evidente en varios pasajes y climas que la película propone. Sin embargo Little Joe no consigue generar esa empatía que hacía que el espectador se interesara por el destino de aquellos personajes. En ese sentido, la película produce fuera de la pantalla lo mismo que sus protagonistas sufren en ella: una contagiosa falta de emociones. Una pieza de diseño fría en la que con facilidad se destaca la labor del elenco.