Entendida como una parábola sobre la paranoia a una posible invasión comunista a Estados Unidos, La invasión de los usurpadores de cuerpos -dirigida por Don Siegel y estrenada en pleno macartismo- narra la historia de un médico de una pequeña ciudad que descubre que sus habitantes están siendo sustituidos por duplicados perfectos que, de hecho, son seres del espacio exterior que no tienen emociones. Es esta desafectivización lo que los delata, aunque casi nadie se dé cuenta, y justamente por eso son tan peligrosos.
Sin ser una remake del clásico de ciencia ficción de Siegel de 1956, Little Joe, de Jessica Hausner, tiene una premisa similar, aunque adaptada a nuestros tiempos de capitalismo tardío. Seguramente por eso se siente como más cercana, más urgente.
Alice una científica que trabaja para una compañía de ingeniería biológica en el cultivo y cosecha de plantas diseñadas genéticamente. Little Joe es su última creación, una planta que funcionaría como antidepresivo natural, brindando una sensación de bienestar general que se parece mucho a eso llamado felicidad.
Ya se sabe que la felicidad es inasible, cuando no elusiva. No debería sorprender, entonces, que nada salga como fue planeado. Quienes entran en contacto con el polen de la planta – un perro, algunos científicos, dos adolescentes- se transforman en Otros, de apariencia idéntica a quienes ellos eran antes, pero sin afectividad alguna. Su único interés es proteger la planta.
Pero, Little Joe sugiere que ahora no se trata de Otros que pueden despojarnos de nuestro ser, sino somos nosotros mismos los que hemos perdido nuestra identidad. Nuestros vínculos ya no nos conmueven, en cambio nos agotan. Nuestra humanidad está aplanada, pero ni lo notamos. Nuestro ser está alienado y nos hemos acostumbramos. No hay nada que reemplazar si lo único que hay es vacío. Aún así, no estaría de más borrar los pocos sentimientos que quedan.
No sorprende, entonces, que lo que más le importa a Alice sea su trabajo. Si bien trata de conectar con su hijo adolescente, Joe, el vínculo madre-hijo está casi inerte. Tampoco a Joe parecen importarle mucho los afectos. Inertes también están las relaciones entre los otros personajes. Robóticos y cerebrales, distantes aunque estén bien cerca, solamente muestran entusiasmo por la planta, a la que no por casualidad Alice le puso el nombre de Little Joe.
Más que una búsqueda individual, aquí la felicidad es una obligatoriedad colectiva. Un estado del ser que se transforma en un mandato deseado. Casi nadie cuestiona su carácter antinatural. Incluso cuando una colega de Alice percibe que algo extraño está pasando, su disrupción es neutralizada sin agresión alguna. La violencia ya no es necesaria para sofocar la disidencia. Todo es muy civilizado.
Little Joe sugiere, también, que lo que Alice vive como real podría ser el producto de sus miedos más profundos, que están más vivos que ella misma. ¿O son sus miedos los que, precisamente, le permiten ver más y mejor?
Entendida como un drama existencial, Little Joe es lacerante. Su naturaleza distópica nos asusta. No por nada el terror – invisible, intangible- está tan presente. Pensada como un thriller futurista en tiempo presente, todo este escenario es todavía más desalentador. No podría ser de otro modo. Estos son los tiempos en los que nos toca vivir.