Luca Guadagnino ofrece en Llámame por tu nombre una delicada y sensible historia de amor que no hace bandería sobre el género de sus partícipes (dos hombres) sino que apuesta por los sentimientos aunque duelan.
Basado en la novela homónima de André Aciman y con un guion del “especialista” James Ivory (Maurice, Un amor en Florencia, Lo que queda del día), el director italiano fusiona el clasicismo con la modernidad en Llámame por tu nombre (título que no deja de resonarnos a “el amor que no osa decir su nombre”, aquella frase de Oscar Wilde, para, de alguna forma, subvertirla).
Elio (un increíble Timothée Chalamet. Toda una revelación. Si no se es capaz de relevar los matices de su actuación, ahí está el plano final para demostrarlo), tiene 17 años y una familia liberal, judía y apasionada por la cultura que ha sabido inculcarle ese amor. Sabe de todo, salvo “lo más importante”, según sus propias palabras, cuando puede “hablar”, por primera vez, sobre lo que siente -monumento histórico central de la plaza pueblerina mediante-, con Oliver (un inspirado Armie Hammer). El joven estadounidense es un invitado de su padre quien oficia de supervisor de su tesis de doctorado y, en ese verano de 1983, su presencia acelera el despertar sexual de Elio. Pero también la confianza en sí mismo y sus capacidades.
Con semejante familia, difícil no sentirse empujado siempre a más, aunque jamás lo fuercen a ello, la exigencia es personal y se siente ese peso en el protagonista, pero sin cargar las tintas. Porque esos progenitores (Amira Casar y, especialmente un maravilloso, Michael Stuhlbarg) lo animan y lo acompañan (la nada casual lectura materna de un relato francés) y hasta son capaces de admitir, con una grandeza encomiable, (en un monólogo estremecedor) su vida simple y común para que el adolescente dimensione y ponga en perspectiva lo grandioso y excepcional de lo vivido, pase lo que pase.
Lentamente vamos descubriendo con el protagonista (el film sigue su punto de vista) su deseo. La sorpresa y el miedo ante lo nuevo (aquí aumentado por lo diferente), la angustia, el riesgo de hablar, la concreción amatoria, el placer, el amor y los celos se vuelven un remolino de sensaciones que Elio vivirá ante nuestros ojos captados por una cámara sutil y amable que no se regodea en dramas, que apela al humor y no busca apetecer el morbo pero tampoco se cuida de mostrar escenas sexuales y cuerpos desnudos.
El desarrollo de la narración fluye, con un tiempo preciso y precioso, entre paseos en bicicleta, libros, charlas, roces, enojos, conciertos privados, estanques secretos y el recostarse en la hierba de cara al sol, pasando del desconcierto, al histeriqueo para llegar al clímax amoroso. Las cosas se dan orgánicamente en esa casa de la campiña en el norte italiano -y hasta se permiten los apuntes políticos sobre la democracia, Benito Craxi y el mísmisimo Duce- a partir de escenas y planos que se cortan cuando aún no han terminado y que el montaje evidencia. Y donde la música y las canciones construyen una época sin que suene a venta de banda de sonido.
Las estatuas recuperadas del fondo del mar con su erotismo latente aceleran las pasiones tanto como el baile de Oliver en la discoteca del pueblo que empuja a Elio a soltarse también. Es un “encuentro” el que vemos aflorar ante nuestros ojos de espectadores. Un encuentro especial que se da en contadas oportunidades.
Los vínculos, las relaciones, los cruces con otros, hasta el intercambio sexual es moneda corriente en la vida de todos los seres humanos. Lo diferencial es el amor. Podemos pasar por la vida sin haberlo experimentado. Eso es lo que atrapa en Llámame por tu nombre. Que se haya podido mostrar un amor que se siente real (esos abrazos primeros, esa desesperación por ser del Otro y que el Otro sea de uno que, tan bien, actúan los protagonistas) y que nos compromete. Aunque más no sea en la envidia de ver que es posible.