Llámame por tu nombre: una noble historia de amor
Una película de época, pero no de tules, miriñaques y pelucas sino de ropa demasiado ancha y raros peinados nuevos, y sin celulares: 1983, norte de Italia, Lombardía, verano, pueblos pequeños, casas en el campo. La luz y ese ambiente de emociones que han fascinado a directores locales y extranjeros, que buscan en la segunda mitad del siglo XX y el verano italiano volverse vitales. El italiano Luca Guadagnino consigue esa vitalidad con creces y buenas armas en Llámame por tu nombre, coming of age de un adolescente que descubre su sexualidad, se enamora, crece, aprende, está atento al mundo, en esas semanas en las que su padre recibe a un asistente de investigación estadounidense. El ambiente es familiar y liberal, intelectual, se respetan las ideas y las comidas, hay libros y la admirable arquitectura -que, como decía Oscar Wilde, influye en las nociones de belleza de todos-, eleva los espíritus. Además, hay clasicismo en la puesta en escena, y nada de cobardías escudadas en mutismos a la moda en los diálogos -de James Ivory, nada menos-, y empatía para conectar con los personajes y hacerlos conectar con el público. Llámame por tu nombre es una de esas películas imposibles de hacer en los papeles, con riesgos de corrección política, de demasiada blandura, de algodones en exceso, y que se transforman en pequeñas grandes sorpresas gracias a las nobles recetas históricas del cine: confiar en una historia y contarla con convicción, habilidad y prestancia.