"Llaman a la puerta": ¿sabes quién viene a cenar?
Al director de "Sexto sentido" últimamente le interesa menos la coherencia narrativa que indagar en sus dudas existenciales sobre la humanidad y su relación con el entorno. Y de eso no sale nada bueno.
La cosa es más o menos así: una nena de origen asiático está juntando saltamontes en un bosque, hasta que la interrumpe un gigantón con intenciones en principio desconocidas, pero difícilmente positivas para la menor. Él, amable y atento, le habla sobre generalidades, y poco a poco va revelando la idea de un sacrificio que debe hacer su familia, haciendo que corra desesperada a la cabaña que alquilaron sus padres adoptivos para unos días de vacaciones. Mientras intenta explicar lo ocurrido, el hombre, secundado por tres personas, toca la puerta y comienza un ida y vuelta acerca del motivo de su visita: efectivamente, está ahí porque asegura que el Apocalipsis es inminente, que la única manera de evitar el Fin –así, con mayúsculas, porque todo en esta película es con mayúsculas– es que alguno de ellos tres (los padres o la nena) decidan sacrificarse en pos de redimir a la humanidad entera. De allí en más, poco más de una hora de negociaciones, muertes y un misticismo digno de un convento.
Suena lógico que la reacción de los padres ante una teoría con olor a delirio de un grupo de empachados con foros conspiranoides sea el descreimiento, la negación absoluta, el intento de demoler la teoría como deben demolerse: con datos. Lo que no parece lógico es que cuando uno de ellos, Eric (Jonathan Groff, el joven agente del FBI de la muy recomendable serie policial Mindhunters, de David Fincher), empiece a creer que quizás el profe de gimnasia Leonard (Dave Bautista), la cocinera Ardiane (Abby Quinn), la enfermera Sabrina (Nikki Amuka-Bird) y el empleado de una compañía de gas Redmond (Rupert Grint) tengan un poquito de razón, no se le ocurra preguntar lo que preguntaría el 99,99 por ciento de los humanos ante una situación así: por qué esa cabaña, qué tienen ellos para volverlos potenciales objetos de sacrificio. Tampoco se le ocurre a su marido Andrew (Ben Aldridge), demasiado enfrascado en negar y negar y negar.
La hipótesis de esta crítica es que a M. Night Shymalan le interesa menos la coherencia narrativa que indagar en sus dudas existenciales sobre la humanidad y su relación con el entorno. Difícilmente una película salga bien cuando su director se pone por encima de ella. La idea de utilizar el cine como vehículo de sus preocupaciones eco-friendly no es una nueva en una filmografía que ha orbitado varias veces alrededor de ellas, con El fin de los tiempos (2008) y Después de la Tierra (2013) como ejemplos máximos. Pero si en esos casos las preocupaciones eran fruto de lecturas surgidas de desenlaces imposibles, aquí se patentizan desde el minuto uno. Mejor dicho, desde el minuto 20, porque el primer acto es, por lejos, lo mejor de Llaman a la puerta: económico en su puesta en escena, con frases susurrantes que generan inquietud y una tensión que preludia el huracán y logra hacer de espacios campestres elementos dramáticos.
Allí entraña el nudo más fuerte del director de Sexto sentido, El protegido y Los huéspedes, quizá la razón por la que todavía cuesta dejar de ver cada nueva película suya, esperando que sean buenas, aunque hace mucho tiempo que no lo sean. El indio tiene un estilo propio y definido, un indudable talento para crear atmósferas viscosas e incómodas y mil ideas visuales (varias notables), pero todas caen víctimas de guiones de hierro, llenos de metáforas bobas y con ínfulas de mesianismo. Mismo mesianismo que hace que lluevan lenguas de fuego, caigan estrellas ardiendo como antorchas e irrumpa una plaga que, en este mundo pos covid, ya no son langostas, sino virus desconocidos.