Nadie puede negarle a M. Night Shyamalan su condición de artista honesto y transparente. Jamás dejó de mostrar todas sus cartas en una carrera que lleva ya quince películas, con la irregularidad como marca más visible. En todas ellas, desde las más logradas (Sexto sentido, El protegido, La aldea, Señales, Los huéspedes) hasta las decepcionantes (El último maestro del aire, La dama en el agua, Viejos, Después de la Tierra) están todo el tiempo a la vista las preocupaciones ecológicas, la inquietud existencial sobre el destino del planeta y de la humanidad como especie, la necesidad del diálogo y de la comprensión entre las personas inclusive en las situaciones más aterradoras, la atención que siempre merecen los extraños o los distintos.
Shyamalan también parece haber abandonado ese toque mediante el cual logró que en sus primeras y rutilantes apariciones las películas con su firma fueran vistas como algo distinto a todo lo demás. Aquel giro sorpresivo que aparecía en un momento de la trama, de inmediato modificaba todo lo visto hasta allí y encaminaba las cosas hacia otro lugar ante la feliz perplejidad del espectador. Todo eso permanece solamente en el recuerdo y la atención de quienes siguen estudiando todavía con cierto asombro el primer (y mejor) tramo de su obra fílmica.
Llaman a la puerta es la muestra más contundente de las actuales convicciones de Shyamalan. En vez de aprovechar, como lo hacía en sus primeros films, el poder de la imagen, el lenguaje visual, los silencios y esas atmósferas llenas de inasibles amenazas que siempre salen de su imaginación, ahora siente una necesidad incontenible de salir a explicar todo lo que pasa (y que entendemos de sobra, porque lo estamos viendo) en los momentos menos adecuados.
Esto ocurre en un momento determinado de la trama después de que Shyamalan, con sus elegantes movimientos de cámara y un dominio absoluto de la acción, había logrado al principio construir genuino suspenso alrededor del eje básico del relato: una pareja gay y su pequeña hija adoptiva, de vacaciones en una cabaña rodeada de verde en un bello paraje boscoso, recibe la amenazadora visita de un cuarteto de desconocidos que plantean un reto casi terminal: un miembro de esa familia debe ser sacrificado para evitar la destrucción del planeta, expuesto a un espiral de catástrofes encadenadas que ya se puso en marcha.
El director debe haber llegado a la conclusión de que el mundo es demasiado peligroso como para dejar a los demás sin un manual de instrucciones sobre situaciones apocalípticas que sirva para calmar estados extremos de incredulidad o alarma. Shyamalan parece genuinamente preocupado por el estado actual del mundo, las visiones conspirativas sobre el futuro y los prejuicios de toda clase (empezando por la homofobia), pero expone toda esa angustia de la peor manera: despojándola en una trama lineal de cualquier clase de misterio o enigma y cargándola de explicaciones innecesarias. De todos los disparos que resuenan en esta película el más fuerte es el que el director destina a su propio pie.