Llamas de venganza es la segunda adaptación al cine de Ojos de fuego, la conocida novela de Stephen King que tiene como personaje central a una niña rubia con cualidades pirokinéticas, supuestas habilidades mentales para manipular el fuego y hasta llegar a crearlo. La primera escena nos revela esa extraña condición: en el hogar de una típica familia del interior profundo de Estados Unidos, la vemos recién nacida creando de la nada un pequeño incendio alrededor de su cuna.
La perturbación no sorprende demasiado a sus padres, que también resultan ser poseedores de atípicos poderes paranormales. El hombre trata de enseñarle a la chica, que anda por los 10 años, que tiene que aprender a controlar sus ataques de ira y manejar sus reacciones frente a la carga en forma de bullying que sufre todo el tiempo a su alrededor. Las cosas empiezan a complicarse (y mucho) cuando una agencia oficial aparece decidida a capturar a la niña y proseguir, ahora con ella en su poder, una investigación con peligrosas derivaciones.
La primera versión filmada de esta novela se hizo en 1984. Marcó la entrada de la pequeña Drew Barrymore en el mundo del terror y el suspenso después de su extraordinario debut en E. T. El extraterrestre. En esta remake, de pretensiones mucho más modestas, el papel central está a cargo de Ryan Kiera Armstrong, la chica a la que ya vimos en Black Widow y la segunda película de It, entre otras, mientras que el elenco de destacados nombres de la película original (Martin Sheen, George C. Scott, Art Carney, Heather Locklear, Louise Fletcher) aparece ahora reemplazado por figuras mucho menos conocidas, con la excepción de un inexpresivo Zac Efron como el padre de la niña.
El otro detalle distintivo de la remake es una suerte de manual de la diversidad en el despliegue de los personajes secundarios principales. Sheen, el militar encargado de capturar a la niña en la versión de 1984 ahora se convierte en una mujer de color (Gloria Reuben). Art Carney, el veterano granjero que en el film original le da refugio a padre e hija en su huida, pasa a ser afroamericano (John Beasley), y el peligroso asesino Rainbird (Scott) tiene en 2022 los inequívocos rasgos de un nativo estadounidense.
Estos detalles no funcionan más que como la anecdótica actualización de una historia que trata de mantenerse fiel al espíritu del relato que la inspiró y cuyo mayor mérito es el empeño por crear climas y atmósferas propios de una película de terror de los años 80. Lo vemos a través del diseño de los títulos, del modo en que se emplean los efectos visuales y sobre todo del virtuoso aprovechamiento de la música incidental creada por un maestro de ese cine, John Carpenter, junto a su hijo Cody.
Una correcta narración y la convincente secuencia final deben alcanzar para la satisfacción de los fans del género. No hay mucho más allá que eso, porque estamos ante una producción bastante austera. Los condicionamientos impuestos por la pandemia en el rodaje deben haberla limitado todavía más.