LOS PROBLEMAS DE LA ECONOMÍA DE RECURSOS
A pesar de haber sido un éxito de público y crítica en el momento de su publicación, podríamos ubicar a Ojos de fuego como parte de una segunda línea en la obra de Stephen King, muy sólida pero alejada de la maestría. Era un relato que combinaba con acierto elementos de Carrie y El resplandor -la maldición de ciertos dones, el rechazo social, la tragedia familiar-, incorporando temáticas derivadas de la paranoia y desconfianza hacia lo gubernamental típicas de los años sesenta y setenta estadounidenses. La adaptación de 1984 tenía una buena dosis de ambición, pero también de experimento fallido -era quizás una película que había llegado demasiado tarde-, aunque tenía a George C. Scott componiendo a un villano más que interesante a partir de la forma en que interactuaba con la protagonista interpretada por una pequeña y ya muy talentosa Drew Barrymore. Lo de Llamas de venganza, más que una remake, es una especie de intento de corrección, tanto al primer film como al libro, que está lejos de conseguir sus objetivos.
En buena medida, la corrección que intenta la película de Keith Thomas (de la mano del guión escrito por Scott Teems) va por el lado de la estructura narrativa. El relato se centra en Andy (Zac Efron) y Vicky (Sydney Lemmon), un matrimonio con poderes mentales cuya hija, Charlie (Ryan Kiera Armstrong), ha desarrollado la capacidad para crear fuego, y que huyen de una oscura agencia federal que quiere capturarla para experimentar con ella y convertirla en una especie de arma de destrucción masiva. Cuando Charlie cumple once años, ese poder, que se activa a partir de emociones violentas, se vuelve cada vez más difícil de controlar y, luego de un incidente que revela la ubicación de la familia, un misterioso agente llamado Rainbird (Michael Greyeyes) es enviado para capturarlos, lo que desencadenará una nueva huida y un eventual enfrentamiento final. Si Ojos de fuego (libro y film original) recurrían a idas y vueltas temporales, además de darle un lugar preponderante a los experimentos llevados a cabo por la agencia y las acciones de Rainbird, Llamas de venganza elige una mayor economía de recursos.
Esa economía de recursos implica veinte minutos menos de duración -algo raro en estos tiempos de películas con metrajes cada vez más largos- y una mayor linealidad, con buena parte de los acontecimientos resumiéndose en la secuencia de créditos, la ausencia de flashbacks y una mayor concentración en el drama familiar, o más bien, paterno-filial. A eso se le suma un tímido anclaje estético ligado al terror de los setenta y ochenta, particularmente a partir de la banda sonora, coescrita por el gran John Carpenter y realmente muy buena. Pero lo cierto es que ese intento por ser más directo en el planteo de los conflictos lleva a que ningún personaje esté bien desarrollado y que todo suceda demasiado rápido, sin dar tiempo para generar empatía con lo que se ve en pantalla.
Se puede intuir, por ejemplo, que seguramente Rainbird y la agencia para la que trabaja tienen un largo historial de conflictividad; que Andy y Vicky han atravesado múltiples obstáculos a partir del desarrollo de sus poderes; y que Charlie es una joven atravesada por múltiples tragedias íntimas y afectivas. Pero todo eso no llega a surgir con la potencia deseada en la narración y la puesta en escena, mientras que los componentes dramáticos requieren de una enunciación constante, que hace a todo demasiado previsible. Paradójicamente, en contraposición a un cine norteamericano que suele pecar de gigantismo, Llamas de venganza es un film al que le falta ambición e ideas claras, que quiere contar su premisa a las apuradas y terminar rápido. Por eso, más que un thriller, un relato de horror o un relato dramático, es un trámite burocrático tan efímero como inofensivo.