Lleno de ruido y dolor es un intento, aquí en nuestras pampas, de tomar la tradición clásica del western y codificarla bajo un manto telúrico y a punta de churrasco, dejando en claro que el lenguaje cinematográfico al que alude es tan universal como el mismísimo John Wayne.
El film arranca con un plano enorme del paisaje donde se va a desarrollar la acción. Lugar que ejerce como protagonista absoluto de una historia de violencia transcurrida en 1928, en plena Patagonia. Tres bandoleros cruzan a caballo los inhóspitos paisajes de Bariloche con el motivo de asaltar un banco y así poder cambiar su suerte de una vez por todas. Soria, el más joven e inexperto del trio, es quizás quien lleve el relato sobre sus hombros ya que la visión que tiene sobre la vida y el mundo es más romántica y humana que la del resto, dos seres monstruosos que violan, saquean, mutilan y asesinan a quien se les cruce en el camino. El plan comienza a dificultarse cuando un tenaz comisario intenta truncar sus acciones a toda costa, pisándoles los talones como un sabueso perfectamente entrenado.
La violencia a la que nos expone Nacho Aguirre (director) y que explota en casi cada una de las secuencias a lo largo y ancho del film es más bien intuida, relegada al fuera de campo y en pocas ocasiones explícita y morbosa. El relato resulta crudo, duro, seco y agresivo, no tanto por las elecciones formales del director; más bien porque seguimos muy de cerca a estos tres delincuentes desalmados que hacen cualquier cosa con tal de sobrevivir y llevar a cabo sus planes. En su construcción el film está más cerca de Leone o Peckinpah que de Walter Hill o Eastwood, por nombrar dos contemporáneos (no es necesario ya nombrar a Ford o a Hawks, teniendo en cuenta los resultados). De Leone podemos tomar la esencia crepuscular de sus criaturas, siempre al borde de sus decisiones -sean buenas o malas- y la constante necesidad de exponer fealdad física, la cual sirve como expresión fisiológica simbólica del agonizante western americano de la época. Quizás el discurso desaparezca, pero la fascinación por los cuerpos llenos de cicatrices, mugre y dientes podridos supone una forma de quitar el glamour durante la época de oro del género, ahora casi una pieza museística. De Peckinpah quizás herede las formas en que la violencia parecía un nuevo lenguaje para este cine, llevándolo a niveles un poco más realistas, crudos e impactantes.
Hablar de las conexiones que pueda tener el relato con el cine de estos realizadores no es motivo de elevarlo a los cielos. Bastante lejos está aun cuando se notan los esfuerzos por contar de manera sólida y coherente una historia. Técnicamente no está nada mal, aunque en ciertos momentos la distancia que toma la cámara y algunas limitaciones del montaje nos alejan de sentir empatía por los personajes ( lo cual tal vez se intente en la escena donde juegan al chin chon) o de creer en sus convicciones. En el peor de los casos el guión se vuelve risible con líneas de diálogos imposibles por lo subrayadas, que parecen salidas de aquellas películas ochenteras de denuncia social ya casi extintas. La necesidad de “politizar” el relato con personajes maniqueístas, al borde del peor cliché, evidencian ciertas limitaciones que, de haberse trabajado más la trama, podrían haber tenido mejor resolución con ideas netamente físicas, visuales.
Se observa una especie de circularidad entre el arranque, donde uno de los bandidos asesina al caballo de Soria, y el final, que acaso sea de lo mejor dentro de la narración y que invita a la incertidumbre en ese último plano, teniendo en cuenta el contexto fatalista que rodea al personaje principal. Si comparamos los planos y el espacio físico donde transcurren ambas escenas vemos cómo el realizador encierra a sus seres paulatinamente: de las inmensas llanuras patagónicas a las claustrofóbicas puertas cerradas de un infierno anunciado en forma de tiroteo. Se deja ver, aunque le falte un poco más de corazón.