Hace tiempo que Werner Herzog oficia de antropólogo. Sus documentales parecen recorrer temas muy distintos, desde la experiencia de un condenado a la inyección letal hasta la vida cotidiana de científicos en la Antártida, pero las preguntas giran siempre en torno de lo mismo: el misterio de la muerte, las formas de supervivencia; el hombre, en suma. Es por eso que Lo and Behold no se parece en nada a las películas que indagan en las llamadas nuevas tecnologías, ya sean documentales de carácter expositivo para televisión o panfletos de denuncia conspirativa que añoran un pasado comunitario idílico. La película trata acerca de internet y de sus efectos en la especie, por eso la mirada es necesariamente multidisciplinar y cancela enseguida cualquier posible simplismo: Herzog entrevista a matemáticos, filósofos, astrónomos, emprendedores, hackers, ingenieros y neurólogos, entre otros (la mayoría radicados en Carnegie Mellon). El abanico de testimonios y de enfoques adopta la forma de un caleidoscopio. Y si bien la película presenta la cuestión de internet como su centro, el relato salta rápidamente a otros temas como la robótica, la inteligencia artificial o la sustentabilidad de la vida en Marte. Como buen antropólogo, Herzog se entusiasma con sus hallazgos y deja que los nativos y sus rituales lo guíen por el terreno. Cada testimonio resulta fascinante y confirma el extraordinario talento del alemán para registrar el mundo y a sus habitantes: no importan los temas, importa la mirada, la manera en la que se formulan las preguntas, o sea, el cine. Hay una mirada herzoguiana capaz de descubrir lo maravilloso allí donde otros documentales encontraron solo mera novedad o sensacionalismo. Las películas del director conectan cualquier material con inquietudes profundas, antiguas, que se remontan hasta los orígenes del Sapiens: el miedo, el hambre, la alegría, la muerte. Un científico muestra los avances de su equipo de investigación: pequeños robots capaces de procesar información de sus alrededores juegan al fútbol con una precisión extraordinaria. Pero el director no pone el acento en ese prodigio técnico, sino en el orgullo y la emoción con la que el investigador presenta su trabajo, en especial cuando habla de su robot preferido. Otro científico cuenta su proyecto: el desarrollo de un prototipo que podría cumplir funciones humanas en situaciones límites. Sin embargo, ante una pregunta de Herzog, el técnico termina respondiendo acerca de la percepción de las máquinas y de los sueños de un robot: como es que, mediante flujos de información compartidos, un robot puede “soñar” con lugares en los que nunca estuvo.
Cada documental de Herzog adopta una suerte de escala antropológica: en el fondo, todo es una cuestión de adaptación al entorno, de diálogo con la naturaleza, de viaje a lo desconocido. La escena final muestra a un montón de personas reunidas en torno al fuego, un leitmotiv por excelencia de la humanidad. Pero lo de Herzog es una antropología más bien lúdica, que se despoja a sí misma de los rigores académicos para jugar con las ideas y pensar así más libremente: ante la imagen silenciosa de una Chicago vacía, la voz en off de Herzog se divierte imaginando una expedición a Marte que habría dejado abandonada la ciudad, salvo por algunos pocos rezagados, unos monjes con celulares que llenan de a poco el plano y que, dice el director, habrían dejado la meditación y el rezo para tuitear. El momento es hilarante y confirma que esa comedia alucinada puede ser también un extraña vía de acceso al saber.