En aras de promocionar su documental Lo and Behold, el alemán Werner Herzog fue al programa de Conan O’Brian y contó –siempre bajo el teleobjetivo de ilustrar de otro modo la revolución digital, de mostrar que lo que parece natural en realidad no lo es– que existen varias cuentas de Twitter a su nombre cuando él no tiene ninguna. Y remató la ponencia con su conocido y disparatado humor, definiendo a los impostores como “unpaid stooges” (algo así como chiflados ad honorem) ante la risa del auditorio y los cameramen. Buena parte de esa comicidad espontánea se permea en el documental, y tiene su lógica.
Después de haber documentado sus peripecias por los polos, cumbres montañosas, volcanes a punto de estallar, y hombres que conviven con osos grises, Herzog ahora se entrevera con el mundo quizá más inhóspito (para él): el virtual. En Lo and Behold hay de todo: un científico que muestra un mueble más parecido a una heladera, con el cual, en 1969, se hizo la primera comunicación virtual (la expresión que usaron, “lo and behold”, da título al film y se traduce como “oh sorpresa”); una familia que recibe un incomprensible acoso por mail tras la muerte de una de sus hijas; un científico que inventó vehículos que se movilizan solos; el rey de los hackers (que pasó tres años tras las rejas), y una comunidad de personas establecidas en un bosque, lo suficientemente alejado de las torres de telefonía celular y Wi Fi, convencida de que las señales las afectan. Estos son algunos de los casos; y todos tienen cara de locos.
El documental es variado, entretenido, y da a entender que hay una revolución en marcha de la cual uno ya es escasamente consciente (y de la cual hay renovadas muestras con cada nueva aplicación que surge, minuto a minuto). Quizá lo más interesante son las reflexiones enfáticas, como la de una científica para quien los sueños de establecer una comunidad en Marte (un emprendimiento del que participa Elon Musk, el creador de PayPal, también entrevistado) es un capricho de lunáticos sin ninguna viabilidad (y da pruebas contundentes para que así sea interpretado). Y si bien no existe la tensión de La soufriére o la fascinación visual de Encounters in the Natural World y Cave of Forgotten Dreams, el documental tiene las inequívocas huellas dactilares de Herzog, que convierte en 24 quilates todo lo que toca.