En una noche de lluvia torrencial, una casa oscura y abandonada asoma en la lejanía. Los ocupantes de un automóvil averiado deciden in a buscar refugio y esperar la inminente llegada de una salvación. Ese inicio evoca clásicos del terror como El caserón de las sombras (1932) de James Whale -siempre con la variación del peligro que les espera, que pueden ser fantasmas, cultos satánicos u ociosos aristócratas-, que Fercks Castellani (Pájaros negros) plantea como decálogo obligado de su segunda película, Lo inevitable. En ese gesto de declarada pertenencia está el interés por el terror que exuda su universo, más allá de la evidente literalidad en su ejecución y la forzada inclusión de todos los clisés imaginados.
Es que Lo inevitable convierte cada operación en su eterna reiteración: los recorridos por la casa a oscuras, el discurso apocalíptico de la radio, los versículos que subrayan el fanatismo, el trasfondo de paranoia que recuerda al affaire Orson Welles y La guerra de los mundos. Lo que en el terror exige complejidad dramática aquí se limita a una insistente acumulación efectista, que si bien modela una atmósfera visual ominosa y opresiva, la desgasta con diálogos endurecidos, personajes mal definidos, relámpagos insistentes y una puesta en escena machacona que empobrece las mejores intenciones.