Lo peor de ellos
Las películas basadas en libros de Nicholas Sparks marchan inexorablemente a integrar un subgénero propio. Redituables desde lo económico por su bajo costo de producción, todas ellas son historias de amor con un grado de lágrimas y tragedias que más pronto que tarde las llevarán a rotar en continuado por la pantalla vespertina de Telefé. En esa línea, Lo mejor de mí no es la excepción a la regla.
El comienzo es tan absurdo y arbitrario como todo lo que vendrá. Allí está Dawson (James Marsden con su mejor estampa de modelo) trabajando en una plataforma de petróleo en alta mar cuando, de repente, y vaya uno a saber por qué, explota todo, eyectándolo a cientos de metros (literalmente: trescientos y pico, dirán por ahí) y dejándolo a la deriva durante cuatro horas. Pero el tipo sobrevive y sin rasguño alguno.
No bien sale del hospital, recibe la noticia de la muerte de un padre adoptivo que supo cuidarlo a él y a su joven novia de ese momento en el pueblo natal durante gran parte la adolescencia. La muerte, entonces, será la excusa para que ambos se reencuentren y rememoren aquellos años de felicidad extrema prohijados por la inocencia de la juventud.
Michael Hoffman (el mismo de la burbujeante y juguetona Gambit) dirige a puro reglamento un melodrama rosa que alternará entre el presente de ambos protagonistas (él, solitario y trabajador; ella, interpretada por una Michelle Monaghan tan bella como inexpresiva, casada e infeliz) y la reconstrucción del pasado. Todo atravesado por sentimientos contrariados, escenas luminosas, romanticismo meloso y estilizado y varios pases de facturas, hasta llegar a una última parte con un papá biológico white trash, un par de secuaces más idiotas que los amigos de Jesse Pinkman en Breaking Bad, accidentes de tránsito y muertes, dando como resultado uno de los finales más ridículos que se recuerden.