Si esto es lo mejor que tienen…
Las películas basadas en libros de Nicholas Sparks parecen hechas para dos públicos bien enfrentados, unos las amarán y otros las odiarán sin remedio. Los primeros dirán que se trata de historias románticas a más no poder, de esas para llorar a moco tendido. Los segundos, apelarán a todo su cinismo para reírse de cada momento edulcorado y ramplón, de cada luz exagerada que ilumine a los protagonistas como en una postal diáfana. A esta altura, Sparks parece buscar más la irritación que otra cosa (es como un Arjona del cine), potenciando varios de los aspectos de sus películas: los amores serán más amores que nunca, lo ridículo será ridiculísimo, el pasado se convertirá en el extremo de lo idílico y sus habituales giros serán la hipérbole del melodrama. Lo mejor de mí, último opus hasta el momento de su inagotable cantera, es esa cumbre esperpéntica que abusa de todos los recursos habidos y por haber, hasta un hartazgo que ni su inverosímil media hora final aligera.
De todo esto se podría deducir que uno, cuando se enfrenta a una película de Sparks, tiene prejuicios formados. Un poco es así, pero también que otros prejuicios pueden actuar en contradicción. Por ejemplo, la presencia de Michael Hoffman en la dirección y James Marsden y Michelle Monaghan en los protagónicos, nos permiten pensar en algún tipo de redención. El director tiene un pasado bastante interesante, y si bien hace rato que no acierta mucho su reciente remake de Gambit muestra algunas de sus virtudes, que tienen que ver con la velocidad en los diálogos y la chispa de las secuencias de humor. Y los dos protagonistas tienen cierto carisma y sensibilidad, como para humanizar un poco el panorama de romanticismo híper-producido. Pero nada de eso ocurre y todos parecen andar por ahí a reglamento, a sabiendas de que hay un público cautivo y poco exigente.
Como es habitual en las historias del escritor, se cruzan los sentimientos amorosos con la sangre y la muerte (y aquí hay demasiado de la segunda), hay un relato contado en dos tiempos, y un espacio que suele ser el de los pueblos norteamericanos, con su casa de campo y su granero y sus autos, sus malvados de telenovela de las cinco, sus viejos sabios, y sus hombres de bien patriotas y creyentes. Y sus besos bajo la lluvia, y sus chicos en musculosa, y sus campos florecientes, y sus lagos donde amarse al desnudo una noche de luna llena. Pero todo tan desapasionado, tan para la generación Crepúsculo, que abruma de tedio.
Es todo tan cliché y ridículo, pero sin una distancia irónica que permita un juego con esos elementos trillados y demodé, que el asunto se hace bastante intragable. Y para colmo de males, Sparks insiste con sus giros inverosímiles, como para terminar de arruinar lo poquísimo bueno que pudiera haber. En películas como esta es todo tan luminosamente artificial y falso, que es imposible creérselo. Ahí, en su incredibilidad, es donde pierden totalmente el rumbo. Y, además y mucho peor, es tanta la maldad destinada hacia uno de los personajes que uno no puede entender cómo mucha gente confunde este miserabilismo con romanticismo.
Pero suele pasar en un mundo donde Birdman gana premios.