La felicidad es un rompecabezas
Lo mejor de nuestras vidas es una comedia sobre la complejidad de la existencia en la que se luce su protagonista, Romain Duris.
No es necesario haber visto Piso compartido ni Las muñecas rusas para entender y disfrutar de Lo mejor de nuestras vidas, la película que cierra la trilogía del Cédric Klapisch, lo cual no deja de ser una prueba de la habilidad del director francés para contar historias emocionantes, complicadas y cómicas a la vez.
Hasta podría decirse que por momentos tropieza con su abundancia de buenas ideas, aunque eso sólo sucede al principio, cuando está trazando las líneas generales de la comedia y presentando a su personaje principal: Xavier Rousseau (un divino Romain Duris), que ahora bordea los 40 años y empieza a ser un escritor conocido, pero que al mismo tiempo se está separando del amor de su vida, Wendy (Kelly Reilly), con la que vivió 10 años y con la que tuvo dos hijos.
Una vez que encuentra el ritmo del relato, guiado por una banda sonora eficaz y una cámara seductora (a veces empalagosa), Klapisch ya no lo abandona más, marca el paso, acelera, pero nunca pierde el aliento. Sabe que es capaz de narrar cualquier cosa que se le pase por la cabeza y esa confianza se transmite casi como el latido de un órgano vivo a todas las escenas, incluso a aquellas calcadas de un manual de comedia de enredos.
La separación de Xavier viene a confirmar algo que el escritor sabe por instinto: la vida es complicada y tiende a complicarse cada vez más. Wendy se enamora de otro hombre y decide irse a vivir con los chicos a Nueva York. Como Xavier no quiere reescribir el destino de indiferencia de su padre, también se muda y trata de adaptarse a esa ciudad extranjera, lo que no será nada fácil, porque debe conseguir un trabajo estable y un permiso de residencia.
En medio de ese ciclón de nuevas preocupaciones, el pasado sentimental del protagonista seguirá mostrándole nuevas cartas inesperadas, lo que incluye a las otras dos mujeres de la saga: la amiga lesbiana Isabelle (Cecile De France) y la exnovia Martine (Audrey Tautou).
Es una suerte para la película que la conciencia política de Klapisch sea absolutamente superficial y, en vez de patrullar en busca de fantasmas de las condiciones materiales de cada conflicto social, descubra en ellos nuevas historias potenciales, con su carga siempre bienvenida de risas y lágrimas.
No es cinismo, no al menos en el sentido en que a veces es cínico Woody Allen (un maestro reconocido del director francés), sino una especie de lección de humanismo de alguien que prefiere resolver el rompecabezas de la felicidad antes que denunciar que todas las piezas son defectuosas.