Wendy, Martine, Nueva York
“¿Si Woody Allen hace eso que hace con Barcelona, Londres, Roma… ¿por qué yo no voy a hacer lo mismo con Nueva York?”, habrá pensado el francés Cédric Klapisch -uno de esos aprendices del neoyorquino que anda dando vueltas por el mundo-, agarró los personajes de sus anteriores Piso compartido y Las muñecas rusas, y con Lo mejor de nuestras vidas (otro de los milagros de los tituladores de películas en la región) intentó elaborar un pastiche posmoderno con aires allenianos. Así sumamos neurosis de cuarentones, sexualidades psicoanalizadas, romance, humor verbal, ironía, vodevil y una mirada estereotipada de extranjero sobre la “gran manzana”. Y es finalmente el carácter de saga, de personajes ya ensamblados y de protagonistas con química lo que termina sobresaliendo de este amable producto mainstream, que permite llevar un poco de vida a la comedia francesa por fuera de Francis Veber o el mediocre Dany Boom.
Klapisch intenta desde un comienzo darle sentido a ese “rompecabezas chino” al que hace alusión el original, y a una secuencia de títulos simulando las piezas de un ensamblaje aún difuso le sigue un relato coral -con centro en el Xavier de Romain Duris- con elementos que, sumados, terminan construyendo un mapa de emociones y sensibilidades del nuevo siglo: rematrimonio autoconsciente, etnias y metizajes, familias disfuncionales, matrimonios homosexuales, donantes de esperma. Todo esto, que parecería demasiado, funciona porque el director prefiere la ligereza a la mirada apesadumbrada, y porque la propia construcción fragmentaria permite la sucesión de temas y secuencias inconexas y arbitrarias. Todo esto debería confluir en una secuencia jugada con el ritmo de la comedia de enredos, secuencia resuelta en el departamento donde vive Xavier, y que funciona en sus propios términos de inverosímil chistoso que campea durante todo el film.
Seguramente el leitmotiv de Lo mejor de nuestras vidas es esa frase que dice el protagonista al comienzo, que no puede unir A con B sin tomar desvíos en el medio. La película hace propio eso, derivándose y derivándose cada vez más, y apretando acertadamente los mecanismos del vodevil urbano. Klapisch cuenta a su favor, decíamos, con unos personajes que ya fueron construidos con anterioridad y con un elenco que parece tener la química adecuada: el consentimiento de los intérpretes y la complicidad con el director logran exclusivamente que este film excesivo en su metraje llegue a buen puerto. Hay una simpatía constante que la salva, incluso, de sus peores momentos.
Nueva York obra en el film como ciudad idealizada donde todo es posible, aunque su foco en los entresijos muestre un poco el detrás de escena de ese escenario inabarcable y que encandila. Si la mirada es en exceso romántica, no deja de ser una elección autoconsciente del realizador: Nueva York, ciudad del cine que en la filmografía de Woody Allen encuentra su mayor iconografía. Es precisamente ese simbolismo el que explora y busca Klapisch, agradecidamente cerca de la liviandad y lejos de la filosofía pedante. Su mirada no llega a ser la del turista, aunque tampoco la del antropólogo cinematográfico. Es apenas un acercamiento cariñoso, aprovechándose de unos personajes a los que todavía les quedan giros por recorrer en sus largas vidas de esta especie de James Bond de la comedia romántica que es Xavier.