Cédric Klapisch presenta Lo mejor de nuestras vidas, un filme que en un intento por narrar las desventuras del desarraigo cultural, naufraga en un relato fragmentario cuyas partes se unen con un débil cordel de coherencia. En un comienzo saturado de imágenes inconexas, la película abruma con datos imprecisos que luego fallará en desarrollar a lo largo del metraje.
Xavier (Romain Duris) es un escritor que aprovecha el camino errático de sus últimos años de vida para volcarlos en lo que será su nueva novela. Muy parecido a un intento de autobiografía, la creación del texto fluye con naturalidad. A la par del avance del film, Xavier, parece ir escribiendo el suceder de las escenas, como quien ve surgir baldosas en donde antes no había camino. Como padre recientemente divorciado lucha contra las adversidades de la situación, las cuales en breve le darán una inesperada noticia que cambiará el destino de su vida. Dejar Paris ya no es una opción, y tras sus tres hijos viaja a Nueva York.
En la ciudad de los rascacielos, Xavier se sumerge, casi involuntariamente, en aguas turbulentas. La marea de las relaciones personales y las novedades que presenta la nueva ciudad, lo ubican de forma sorpresiva en situaciones inexplicables y poco verosímiles. Una vez que el pez encontró el rumbo, el filme vira el tema del desarraigo para transformarlo en una comedia romántica, la cual parece ser el último recurso disponible para salvar una película que deja muchos vacíos.
Para reivindicar la obra de Klapisch, Lo mejor de nuestras vidas comienza a cobrar sentido cuando aparece Martine, el personaje que interpreta Audrey Tautou. Con la frescura característica de su actuación, trae consigo un aire de renovación a la cansada narración, que sin caer en la tentación del flashback, reconstruye una relación que fracasó pero que parece tener una segunda oportunidad.
Esta comedia romántica viciada de enrredos típicos del género, logra momentos de gran comicidad pero son escasos e insuficientes para remontar la totalidad del filme que no se sabe bien para donde va. Los personajes corren por las calles, apuran sus destinos predeterminados y casi como en la receta de un pastel, la frutilla del postre siempre tiene el mismo sabor.
Por Paula Caffaro
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