Con la venia cultural y la plataforma de éxito económico impuesta por el estreno de “Amigos intocables” allá por 2011, las comedias dramáticas sobre la amistad se reprodujeron como conejos a lo largo del mundo occidental (incluida las remakes inmediatas). El estreno de marras no es la excepción temática, pero tampoco su planteo narrativo argumental, bien alejado de los riesgos. Es decir, en “Lo mejor está por venir”, tal el título local, es muy fina la línea entre película de fórmula efectiva y producto formulista-efectista.
Dos amigos. Por cuestiones fortuitas que el espectador deberá necesariamente aceptar, ambos creen por accidente que el otro se va a morir pronto por lo cual deciden dar rienda suelta a su forma de acompañarse hasta el final. Para que la fórmula funcione debe haber un contraste notable entre ambos. Rico - pobre / letrado - ignorante / Blanco – negro, o la antípoda que elija. En este caso Arthur (Fabrice Luchini) se verá como un hombre de vaso-medio-vacío, ordenado, algo apático, y digamos, con una forma conservadora de haber llevado adelante su vida. César (Patrick Bruel) en un tipo de vaso-medio-lleno, anduvo por el costado de algún que otro exceso, es más desenfrenado, liberal, etc. Ambos se conocen desde muy chicos, aunque tienen mucho para decirse todavía.
Por supuesto que en pos de un buen resultado los elementos principales son el ritmo y el elenco, pero cuando aparecen en los créditos Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte, los autores y directores de “El nombre” (2012)m basados en la obra de teatro del primero de ellos, hay algo de garantía. En efecto, ambos (también amigos) conocen bien las virtudes del otro y, tal cual sucede en “Lo mejor está por venir”, llega un punto en que el complemento funciona. El ritmo, calidad de diálogos y timing para contarlos son un factor importante para que la cosa ande bien. Es que ambos escritores conservan ese viejo oficio en extinción llamado: Dialoguista. El tipo que analizaba desde un saludo a una reflexión profunda para dejar el texto hecho un relojito.
La suma de los trabajos de Patrick Bruel y Fabrice Luchini, de innegable oficio y experiencia, potencia lo que el texto invita pero nunca podría tener por sí mismo: la química. Con todos estos elementos, y el resto de los departamentos aportando corrección, la película, sin salirse un ápice ni arriesgar nada fuera del tablero, tiene con qué entretener y acaso emocionar. Y si se la pierde en el cine, no faltará un Arturo Puig, un Yankelevich y mucha plata para llevarla al teatro con los actores de siempre.