Hasta que la muerte los separe
El vodevil funda su sentido en la equivocación como punto de partida narrativo, y la comedia francesa se ha especializado en los últimos tiempos en generar un sinfín de propuestas que toman la confusión como bandera de largada, el problema es ver cómo llegan a la meta, algo que en Lo mejor está por venir (Le meilleur resté a venir, 2019), es su principal inconveniente.
Dos amigos, polos opuestos, diferentes, algo tan viejo como el cine mismo y que ya hemos transitado en Extraña Pareja (The Odd Couple, 1968), Dos Viejos gruñones (Grumpy Old Men, 1993) y muchas más, recorren en esta oportunidad un camino en el que la amistad es el gran tema que impulsa la progresión narrativa pero que en además suma al cáncer como motivo.
Si bien se profundiza en las personalidades de los dos personajes centrales para avanzar en una historia que a pocos minutos de descubierta la confusión, todo se hace cuesta arriba, el principal inconveniente de la película es su constante apelar al golpe bajo para empatizar.
Arthur (Fabrice Luchini) y César (Patrick Bruel) son el agua y el aceite, pero se sostienen el uno al otro más allá de los escenarios y compañías circunstanciales que cada uno tenga. En la primera etapa de Lo mejor está por venir, los directores Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte deciden describir los universos de cada uno y el contraste de dichos mundos.
A la estructuración y organización del primero, se le corresponde el desenfado y la irreverencia del segundo, y entre las piezas que pueden desprenderse de cada uno es que el guion introduce la enfermedad como pátina para avanzar en reflexiones efímeras y poco sólidas sobre amistad, familia y vínculos, entre otros.
Aquello que en esa primera instancia del relato se presenta casi como un torbellino, apelando a una edición vertiginosa, gags, slapstick y más, con subrayado énfasis en la confusión generada a partir del tratamiento médico de uno con el seguro social del otro, al poco tiempo todo deviene en un melodrama lacrimógeno, que apela a la emoción fácil, apoyándose en su banda sonora, con diálogos inverosímiles aún dentro de las reglas de género y un abandono del sentido real del relato.
Lo mejor está por venir se debilita minuto a minuto, y comienza a transicionar su espíritu cinematográfico cercano al vodevil hacia lugares asociado a la puesta teatral. La rapidez del inicio se estanca, como sus personajes, los que, luego de presentarse y diferenciarse, terminan por asimilarse, amalgamando esa distinción entre agua y aceite por algo parecido.
Bruel y Luchini, dos verdaderos maestros de la actuación, hacen lo que pueden con el devenir de la historia, convirtiéndose en el único y válido pretexto para continuar visionando todo el relato.
Por su traición al género, en ese congelamiento del dinamismo narrativo inicial, y en ese buscar el golpe de efecto, más allá de la previsibilidad de todo, es que Lo mejor está por venir se pierde en un laberinto de propuestas, múltiples, que terminan por debilitar sus carcajadas iniciales, cambiándolas por fastidio y hasta enojo.