Qué difícil es decir adiós
La joven realizadora Delfina Castagnino retrata el acercamiento de dos amigas (las notables Pilar Gamboa y María Villar) tras la muerte del padre de una de ellas. Con economía narrativa, Castagnino, construye un relato austero y emotivo.
Cuando Lo que más quiero (2010) se exhibió en el BAFICI el año pasado, el film dividió a los críticos. Lo que algunos elogiaban, otros defenestraban. Pero esta ópera prima dista de la radicalidad de, por ejemplo, las obras de Iván Fund (La risa, 2009, es el caso más claro). La singularidad en la película de Castagnino hay que buscarla -paradójicamente- en su transparencia, a tal punto de que en algunas secuencias da la sensación de ver teatro filmado. Pero pensada en su conjunto, nos encontramos frente a una obra intimista, que se vale de lo teatral para construir una genuina narración cinematográfica.
Pilar acaba de perder a su padre, el dueño de un aserradero del Sur. Hacia esas latitudes llega María, su amiga actriz, quien viaja para acompañarla en su duelo. En los pocos días que conviven hay alcohol para aplacar las penas, un chapuzón en un lago, se suceden largas y extensas charlas, y la recién llegada -a punto de separarse- conoce a un joven con el que “coquetea” sutilmente. Castagnino imprime verdad en cada uno de estos momentos, aunque en no todos con el mismo nivel. Su propuesta es concisa, le basta con colocar la cámara y dejar que las anécdotas fluyan, “acontezcan”, elección narrativa que tiene mucho del teatro de Antón Chejov. En este sentido, incluso hay una secuencia que introduce la distinción entre propietario y proletarios. Pilar “reparte” unos billetes a los ahora ex-empleados de su padre. La cámara registra su rostro frontalmente, dejando a los sucesivos personajes en una zona de invisibilidad. Más allá de las lecturas políticas (que las hay), la puesta condensa toda la angustia de la joven, quien asume un rol hasta ese momento inédito mientras intenta disimular su penoso estado. Paradójicamente, esta tal vez sea la secuencia más artificial del film, lejos de los momentos en donde el registro es más espontáneo.
No debe confundirse en Lo que más quiero la pobreza con la austeridad. Castagnino trabaja en su ópera prima el drama interno de forma poco frecuente pero tampoco inédita (basta con recordar las películas de Ezequiel Acuña). No es un mérito menor que el paisaje frío y nítido del Sur (fotografiado de forma exquisita por Soledad Rodríguez) sea el escenario para esta historia mínima, sin caer en la postal turística.
La película suma puntos en la credibilidad de los diálogos, algunos de un elogiable magnetismo. El más recordado es el que sostiene María con el muchacho interpretado por Estaban Lamothe, el actor-revelación de El estudiante (Santiago Mitre, 2011). Se trata de un plano secuencia en donde los dos actores transitan la comicidad con un trazo sutil, creíble, con los nobles recursos de la mirada y la voz como principal sostén dramático.