Crónica de un niño solo, con arma.
Drama social disfrazado de historia policial o viceversa (todo un clásico en la historia del cine), la ópera prima del salteño Cristian Maximiliano Barrozo tiene la particularidad de provenir de una región del territorio argentino usualmente poco representada desde sus entrañas, a partir de una mirada alejada del centralismo de la producción cinematográfica. Característica que le aporta todas sus virtudes: un oído atento al timbre del habla local, los aires documentales de algunas secuencias rodadas en bulliciosas locaciones reales, la ausencia del paternalismo porteño observando desde la distancia. Sobre esa capa de base, el realizador monta un relato ficcional clásico, con un héroe ídem (aunque muy joven) tomando al toro por las astas ante una desesperada situación de vida o muerte. Casi desde un primer momento, con esos ostentosos movimientos de cámara que siguen al protagonista regresando a su casa luego de una noche en la comisaría, los engranajes narrativos comienzan a chirriar, no tanto por falta de aceite como por la constante presencia de rebarbas en sus puntos de encastre.
El debutante Álvaro Massafra, sin experiencia previa en la actuación, interpreta a Leandro, un adolescente de clase media a quien poco parecen importarles sus obligaciones escolares y que el film presenta como algo conflictuado. Tanto él como sus amigos –en particular Chachota, quien claramente pertenece a una clase social más humilde– coquetean con actividades criminales de poca monta, apoyados por la modesta pero efectiva estructura de Gustavo, dueño de un prostíbulo y organizador de robos desde las sombras. En ese papel, Roly Serrano aporta una nueva versión de su clásico personaje de “pesado”: ronco y usualmente borracho, su sola presencia impone respeto y miedo, construcción dramática al uso profesional que, en más de un pasaje, choca con la dirección de actores del resto del reparto, amenazando con devorar toda la atención. La aparición insospechada de una chica del barrio en la ecuación, en una de las escenas más inverosímiles del film (inverosímil por contexto y desarrollo), marca el punto de inflexión para el inicio del tercer acto, donde primarán el instinto de supervivencia y la fidelidad a ciertos principios personales.
A pesar de su título, Lo que no se perdona no es un film moralista. Ni pretende encarnar en un ensayo sociológico sobre la criminalidad juvenil en estos tiempos. A pesar de ello, no puede evitar cargar las tintas sobre ciertos aspectos que no pueden interpretarse como secundarios, v.g.: la manera de representar visualmente la falta de comprensión de los mayores (específicamente, la de la madre del chico), dejando usualmente fuera de cuadro el rostro de la mujer, extraño reflejo del “plano Tom & Jerry”, aquel que sólo mostraba las piernas de la dueña del famoso gato. En otros momentos, Barrozo sigue al protagonista desde atrás en largos travellings –recurso que parece haber sido patentado por los hermanos Dardenne– o se detiene en sus gestos mientras, en off, se escucha la voz del policía que lo ha detenido. Momentos más o menos logrados que se pierden ante la inminencia del enfrentamiento final, aquello que más parece importarle al relato: la crónica de un niño solo, arma en mano, frente a frente con un malo de película.