“Dejen que China duerma, porque cuando despierte, el mundo temblará”. A principios de esta década, Hollywood descubrió que Napoleón tenía razón y multiplicó sus esfuerzos por penetrar en el jugoso y creciente mercado oriental, con coproducciones y guiños como la inclusión de actores y locaciones chinas. Lo inesperado era que una producción estadounidense dirigida y protagonizada por asiático-occidentales tuviera en Estados Unidos el rotundo éxito comercial de Locamente millonarios. Una nueva lectura a la frase napoleónica que abre la película.
En rigor, la historia no transcurre en China sino en uno de los cuatro tigres asiáticos, Singapur, que tiene un 75 por ciento de chinos en su población y es una de las diez ciudades con más multimillonarios del mundo. Hasta allí viaja la pareja formada por Rachel Chu y Nick Young: él va a aprovechar el casamiento de su mejor amigo para que su familia conozca a su novia. Lo que la chica no sabe es que el clan Young es uno de los más poderosos de Singapur y no cualquiera puede integrarlo: su potencial futura suegra le bajará el pulgar e intentará alejarla de su hijo.
En este producto destinado ante todo al público femenino, el cuento de hadas y la novela rosa se cruzan con la comedia romántica: las idas y venidas de pareja, personajes secundarios excéntricos a cargo del humor y momentos emotivos trillados se alternan con los intentos de la plebeya por entrar a la realeza saltando la muralla de rechazo diseñada por la reina malvada.
Pero la historia -basada en la primera novela de una trilogía que es best seller y cuyo segundo tomo también tendrá una película- parece una gran excusa para exportar la gastronomía, las bellezas naturales y el futurismo urbano de Singapur y alrededores. Todo está dentro de un envoltorio que podría sintetizarse como la sumatoria de la revista Caras, el programa de Marley y alguno de esos ciclos de cocineros viajeros (no parece casual que el protagonista, Henry Golding, debute aquí como actor después de conducir un programa por el estilo en la BBC).
A Rachel no sólo le pasan factura por su pobreza, sino también por su condición de “banana”: amarilla por fuera, blanca por dentro. Casi como la película, donde se habla mucho más inglés que chino y los personajes llevan un estilo de vida occidental. Y donde, por más que se hagan chistes que fingen reírse de los ricos, hay un regodeo en la desigualdad capitalista que roza la obscenidad.