Jeff Bridges ganó un Oscar por interpretar a Bad Blake, un músico de country venido a menos, alcohólico, empobrecido, desesperado. Parecía cantado que de un minuto a otro llegaría la escena clave soñada por todo actor, ésa en donde tiene vía libre para desorbitar los ojos, temblar y exudar angustia mientras pronuncia EL speech de la película (si el diálogo es muy fuerte, también se aconseja escupir o salivar). Las contorsiones faciales de un Day-Lewis, un Penn o un Nicholson resultan más vistosas para la Academia que la sublime contención de Richard Jenkins en The Visitor (por ejemplo). El director Scott Cooper tenía todo en su haber para montar el gran estallido de Bridges, pero la sorpresa es que no lo hace. No hay ningún “momento Oscar” en Crazy Heart.
A ver: se trata de una historia de crisis y aprendizaje en la madurez, algo ya narrado mil veces en el cine, estructura probada que Cooper asume a conciencia, acumulando puntillosamente todas las peripecias que dicta la convención (depresión-amor-esperanza-error fatal-tocar fondo-redención). Sin embargo, el relato logra detenerse siempre un pasito antes de cruzar el umbral del patetismo, como si el director nos dijera que para comprender al personaje no hace falta exhibir sus humillaciones íntimas (además, uno las puede imaginar). Tal vez sea por eso que muchas situaciones transcurren alrededor de las puertas o frente a las entradas de las casas, ese límite entre lo que se deja escapar y lo que se intenta reservar, lugar de llegadas, partidas, adioses. Es tan sutil el trabajo con la elipsis que casi pasa inadvertido, pero lo cierto es que una puesta en escena menos decorosa no habría dudado en mostrar a Bridges en borracheras largas y resbaladizas, raptos de violencia y alguna que otra descarga sexual apresurada para explicitar su estado de descontrol.
Crazy Heart apunta a otra cosa, tan simple -en apariencia- como volver a mirar al hombre más allá del rótulo, sin psicologismos ni juicios morales. Recuerdo cómo el biopic sobre Ray Charles machacaba una y otra vez con los traumas de la infancia; y no es que carezcan de valor, sino que muchos guiones de este corte apelan a un pasado enfermo o un presente repudiable para impartir verdades definitivas sobre la conducta del personaje. En el film de Cooper, cada vez que Blake tiene la chance de contar su historia, las palabras son pocas y justas (como cuando se presenta en Alcohólicos Anónimos e intuimos que ahora sí se viene el relato de su vida… y no). Es tan solo un hombre con problemas, en su aquí y ahora. Para algunos esto puede ser flacura dramática; yo creo que la disfruté precisamente por su callada búsqueda de la sencillez, de ciertas formas narrativas más cercanas al acompañamiento respetuoso que al retrato delator que posa de incisivo y "profundo".
"Too many goddamn songs (Hay demasiadas malditas canciones)”, le dice Blake a su amigo Tommy Sweet (Colin Farrell) cuando éste le propone contratarlo para que componga nuevos temas. Quizás sí, quizás haya demasiadas canciones. Demasiadas películas. Cada tanto deberíamos volver a las fuentes, a lo esencial. Esta es la invitación de Crazy Heart. La nobleza de interesarnos en un hombre por el simple hecho de ser un hombre, y poder darle una mano sin espiar, ni sospechar, ni hacer tantas preguntas.